Todo el esfuerzo que se está haciendo desde hace varios siglos en la ciencia política de las naciones civilizadas se dirige a impedir que el gobernante haga su capricho. Fue allá, en la brumosa Inglaterra, donde, en el siglo XVIII, algunos sujetos con buenas entendederas se dieron a imaginar una monarquía regida por leyes abstractas y generales y no por el capricho de quien encarnara en cada momento la realeza y de allí, de la isla exagerada, pasó al continente, a Francia, que fue el país que dio al interruptor de las luces y, luego, vinimos todos los demás con un juego de bombillas prestadas y, a veces, fundidas.
Viene así la época de las constituciones que significan abolir el capricho a que tan dados son los mandamases de todas las latitudes y cofradías. A nuestra reina Isabel II le molestaba mucho que no la dejaran hacer su real capricho porque ella estaba convencida de tener la fórmula para lograr la felicidad de los españoles que se la confiaban al oído Sor Patrocinio, que tenía llagas profundas y duraderas, y el padre Claret, que veía el Cielo pues Dios le ponía al alba la película.
Se decidió que el capricho propiamente dicho sólo podía admitírsele a Goya pues como estaba sordo no había oído que se habían derogado los caprichos. Y de Goya pasó a los músicos que, al ser también artistas, hacen lo que les viene en gana, y así fue como Rimski Korsakov escribió el Capricho español y Chaikovski el italiano y, antes, Mendelsohn uno muy caprichoso para piano.
Pero pocos más podían frecuentar el capricho. Una aspiración teórica porque aquellos más directamente afectados, a saber, los gobernantes, seguían dejándose llevar por su voluble antojo en cuanto la ocasión se presentaba y el personal se despistaba ligeramente. Un capricho siniestro fue la primera guerra mundial y la segunda y la bomba en Hiroshima y hasta la elección de los papas no deja de ser un capricho que los cardenales se permiten con autorización del Espíritu Santo. Oscar Wilde contribuyó a dar mucha dignidad a los caprichos pues afirmó, con la autoridad que le prestaba andar siempre de farra e impresionando con su labia en los banquetes, que la diferencia entre un capricho y un amor duradero consiste en que aquél dura más.
Así que, por una razón u otra, el caso es que casi todo sigue regido por la arbitrariedad o la extravagancia.
En relación con España se ha dicho muchas veces que en esta periférica península no hay leyes ni reglamentos, hay sólo amigos y enemigos; es decir, capricho. O la ley del embudo que es la única en vigor de cuantas las Cortes han aprobado. También lo vemos con frecuencia: todos los afectados aseguran que «acatan» el veredicto de los jueces o el de los árbitros del Tour, para, acto seguido, hacer lo que les viene en gana. Esta conducta no es nueva y ya en la Edad media, a la que antes me he referido con el respeto que sus años me merece, se decía «se acata pero no se cumple», una buena forma ésta de anunciar, quien así se manifestaba, que estaba preparado para obrar según su antojo. Siglos después el comportamiento sigue siendo el mismo: quien advierte por la televisión con voz de gallina ponedora su voluntad inequívoca de «acatar» una decisión, lo que se dispone en rigor es a concentrar todo su esfuerzo en conseguir burlarla.
De manera que poco hemos avanzado. Por lo menos los caprichos de los músicos suenan admirablemente y los de Goya turban por su rebeldía y por su infinita ternura.