Despidos procedentes

Cuando se despide a un trabajador es como si algo se rompiera en el equilibrio social porque el patrono comete un acto cruel y el empleado se llena de amargura. El despido emborrona la sociedad y lleva la angustia a las familias. Por eso, si hubiera justicia, nadie podría despedir más que a su primo cuando toma el tren o a su cuñada cuando va a las aguas a quitar o mermar mantecas. Estos sí son  despidos civilizados porque hay en ellos lágrimas de ternura, hipidos de afecto, deseos de ventura. Y la gran alegría que a todo ser prudente y moderado produce ver alejarse al pelmazo del pariente.

Hay otros despidos que también son buenos y están justificados. El primero de ellos fue el de Dios cuando despidió del Paraíso a nuestros primeros padres que allá estaban tan bien, en aquél jardín regado por la infinita bondad del Creador, con tantas azucenas y tantos pajaritos de colores. Quizás para algunas personas pueda ser un poco aburrido un sitio tan bello porque al hombre lo que le gusta son las ciudades y las motos, las carreras de caballos y las quinielas. Allí no había más que una armonía tan tediosa que produjo enormes bostezos a Adán y a Eva y por eso comieron del fruto del único árbol que les estaba prohibido. Es decir, que tuvieron una tentación y quedaron atrapados por su dulce encanto, como si hubieran leído a Oscar Wilde (a lo mejor, en efecto, lo habían leído), quien dejó escrito que «lo mejor que se puede hacer con la tentación es caer en ella«. Pero es lógico que Dios les despidiera, por no haber sabido aprovechar tanta dulzura y, sobre todo, por soñar: por soñar con un mundo de restaurantes, de taxis y de conciertos de jazz.

Pero hay más despidos correctos. Así, cuando un pueblo destrona a un rey, comete el despido que podríamos llamar coronado, un despido majestuoso y de muchos perendengues. El paisano que toma parte en un sarao de estos no lo olvida nunca y todavía vive algún viejecito que recuerda cómo en abril del año 1931 gritaba por las calles de Madrid aquello de «no se ha ido que le hemos echao«. Lo mismo ocurre con un dictador de esos que se lavan las manos por la mañana con la sangre del hígado de un disidente y por la tarde asesinan un rato corto pero deprisa y entonado para no llegar tarde a la partida de dominó. Estos son despidos de mucho aplauso, de mucho regocijo, son una suerte de magnicidios a medio camino que es como deben ser los magnicidios pues hacen el daño justo que es el bueno.

 

Todo este discurrir acerca de los despidos viene a cuento porque hace poco un juez ha declarado procedente el despido de una trabajadora por «negarse a echar las cartas bajo el método del Tarot» (el hecho ha ocurrido en Valladolid) y otro empleado fue despedido del Ayuntamiento donde trabajaba «por no ser pariente de ninguna persona relacionada con el Ayuntamiento» (lo que ha tenido lugar en la provincia de Burgos). ¿Son estos despidos de los que he llamado justificados o son, por el contrario, injustos y lacerantes?

 

Esta es la cuestión que cada uno debe responder de la mejor manera, sin pasión pero con conciencia de la gravedad del debate. Para mí, el asunto es claro: estas dos personas despedidas lo han sido con toda justicia. En el primer caso, el del Tarot, es evidente que alguien que se niega a echar las cartas de acuerdo con el método más celebrado y más fiable de cuantos existen en el arte de la cartomancia, no es digno de respeto. Porque una de dos: o es que desconoce el Tarot, lo que no tiene disculpa, o es que, conociéndolo, se niega a usarlo, lo cual es, si cabe, peor. De donde se sigue la justicia irreprochable administrada por el juez de Valladolid.

 

¿Qué decir del pobre empleado que no tiene pariente alguno en el Ayuntamiento al cual prestaba sus servicios? Un hombre en estas condiciones ¿a qué aspira? ¿con quién pretende ir a tomar el café por las mañanas? ¿qué lazos puede anudar con los otros empleados? ¿el de la simple camaradería? Estas son ya preguntas inquietantes pero aún lo es más la siguiente: ¿de dónde procede? ¿quiénes son en realidad sus familiares? ¿puede otorgarse la confianza a un hombre que no tiene ningún primo en el escalafón de un Ayuntamiento? ¿cuáles son entonces sus orígenes? Sin duda, oscuros y, de ahí, su interés en ocultarlos. Porque, si así no fuera, ¿qué trabajo le hubiera costado buscarse unos parientes sólidamente municipales? Cada uno de nosotros, en los momentos cumbres de nuestras vidas, inventamos o recreamos nuestros orígenes, nuestros antepasados, para salir favorecidos en la estampa de la sociedad. El Gotha no es más que un plausible e inofensivo esfuerzo de la imaginación. Ese empleado burgalés no merece sino la aflicción del paro: por no tener parientes y, encima, por no saber inventarlos.

 

En ambos casos se ha hecho justicia y se ha cumplido la vieja maldición bíblica: ¡Maldito sea quien se conduzca por la vida sin una sólida formación en achaques de Tarot! ¡maldito quien carezca en su linaje de media docena de funcionarios convictos!

 

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Publicado en: Blog, Soserías

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