Pecho se llamaba antiguamente al tributo que se pagaba al rey y a los señores feudales, una especie de IVA basto y plebeyo de los tiempos medievales, que recaía en los pecheros, unos pobres diablos venidos al mundo con el único designio de pagar precisamente esos pechos. Cuando hablo aquí de pechos no me refiero a ellos sino más bien a las mamas de la mujer, esos dos órganos salientes que constituyen la única fraternidad duradera en la hostil historia de la humanidad.
Estos pechos han estado de capa caída varios decenios al haber decidido los pérfidos dictadores de la moda su reducción a volúmenes insignificantes y aun sonrojantes para cualquier persona bien constituida. Hemos visto en las pasarelas durante demasiado tiempo el pecho pequeño, el pecho de fruta temprana aun no llegada a sazón, un pecho como de merluza para enfermos y desahuciados, pecho de muñeca asexuada que producía una desesperanza cierta y relevante y, además, pecho con pezón de precario pizzicato. Y teníamos que aceptar la naturalidad de esa breve presentación de una glándula que fue un tiempo gloriosa, luminosa y con vitola de colmena, impotentes como hemos estado para rebelarnos contra esa monstruosa merma o rebaja. Hay que decir, sin embargo, para defender el honor de muchos, que los más lo hacíamos con resignación y que nunca, a lo largo de estos dolorosos años, hemos bajado la guardia en punto al rencor oscuro que hemos profesado a los autores de la malhadada moda.
Porque el que más y el que menos había visto imágenes de las que no se borran y sabíamos de los pechos de las estatuas clásicas, pechos de los que hacen que la vida avance con el debido jugo, pechos altaneros, pechos de palco que son los que certifican el gran arte de la escena, pechos como los de Isis donde mamaban los faraones egipcios y de donde sacaban esos hombres la vitalidad necesaria para conservarse tan lozanamente a lo largo de los siglos, que no ha sido por el rigor en el embalsamamiento como ahora nos cuentan, sino porque se alimentaron en la intimidad gozosa, espesa y tibia de la diosa apabullante.
Y es que el pecho es de una importancia sustanciosa en la vida humana, de ahí que en la lengua española «despecho» signifique desesperación, disgusto vehemente, porque ese es el lamentable estado de ánimo en que cae quien se ve privado del pecho: una situación de desesperanza le abate y es como si se fuera a despeñar por un precipicio o estuviera ante un paisaje desnudo, gris y con temblor de soledades.
Conocíamos los pechos renacentistas que eran prósperos, como grandes dátiles con mucho sol y mucha lujuria dentro, debidamente separado el uno del otro pero en una comunicación singular, fluyente y pertinaz. Algunos eran aparentemente pequeños pero nos tranquilizaba saber que, en rigor, se trataba de pechos retráctiles, es decir, de esos que avanzan o se reducen de acuerdo con las exigencias del amor y de la vida. Pechos que de pronto se yerguen con desafío de guerrero entrenado o se acurrucan como a la espera de una caricia que les devuelva a la vida.
Habíamos visto los pechos que nos dejó Tintoretto, el Veronés, Rubens (pechos de la gran señora que parecen pedir que alguien tome de ellos el trozo que sea menester), Velázquez, que los pintó resumidos pero trufados de un guiño de perversión, Goya con su concluyente desparrame en los de la duquesa de Alba que los tenía maduros, de una gravedad imponente, con urgencia de lascivias; de Romero de Torres que nos dejó plasmados en el lienzo sus sueños de rijoso imaginativo y fecundo al pintar esas mujeres que eran frutas del jardín de las mejores especias aromáticas. Y luego están los pechos de las mujeres que están saliendo del baño de tantos y tantos cuadros (Rusiñol, Casas, Fortuny…) que son pechos pillados en su magnífica intimidad, cohibidos por una mirada misteriosa pero que esperan a alguien que despliegue ante ellos el estandarte del amor. Son mujeres hermosas que parecen convocarnos al combate del amor que es un dios de guerra que lleva carcaj, arco y flechas. Habíamos leído a Ramón Gómez de la Serna que escribió el mejor libro sobre los «senos» jamás publicado como amamantado que estaba en los de Carmen de Burgos, su Colombine, que los tenía ambiciosos, autorizados, comedidamente literarios.
Por eso sufríamos en las grandes procesiones de las pasarelas. Hoy, a la vista de los últimos pases en Madrid o en Barcelona, podemos comprobar con gozo que todo este pasado aflictivo es eso: pasado que nunca debe volver. Porque al fin ha triunfado el vigor, el mando, la copiosidad, el gran condimento. La mama ha resucitado, regia, profana, provocadora, soberana. ¡Oh, teta, impar almohadón de mil placeres!