Centrar -como es frecuente- el debate de la independencia de los jueces en la composición del Consejo General del Poder Judicial, es decir, discutir si su elección ha de atribuirse a los galgos (las asociaciones judiciales) o a los podencos (los partidos políticos representados en el Parlamento) no es -a mi entender- el camino adecuado.
En primer lugar, porque este sistema de autogobierno corporativo no forma parte obligada del guión de un Estado de Derecho y la prueba es que Alemania, Estados Unidos, Gran Bretaña o los países escandinavos -entre otros- carecen de él. En segundo lugar porque desde las Cortes de Cádiz hasta hoy el intento de construir un Poder Judicial independiente y con mayúsculas es un anhelo que la Historia nunca ha recompensado y ello porque es, en términos constitucionales, imposible.
Huyamos pues de las grandes construcciones y acojámonos a esa zona más templada que es la propuesta modesta y hacedera. Y, por esta vía, metámonos en la cabeza que lo importante no es -repito- ese inencontrable Poder Judicial independiente sino que los jueces individualmente considerados -el de Astorga, el de Cáceres, el del Tribunal Supremo o el de la Audiencia Nacional- sean independientes. Y para conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización como jurista (mercantil, laboral, menores, contencioso…), carrera asegurada sin sobresaltos ni trampas, trabajo razonablemente valorado, sueldo digno, jubilación asimismo reglada. Dicho de otra forma: un estatuto jurídico del juez regido en todo por el principio de legalidad, alejado de componendas políticas y asociativas. Entendida así, la independencia judicial no es una fábula.
II
PESE a lo que a veces se airea conviene recordar que en España la inmensa mayoría de los jueces -algo más de cinco mil- lleva una vida acogida a estas reglas objetivas y previsibles. ¿Por qué se habla entonces de la politización de la Justicia? Pues porque la élite judicial escapa a ellas al intervenir en el nombramiento de sus componentes instancias que participan de la sustancia política. Son los magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas de ese mismo Tribunal, presidentes de la audiencia nacional y de sus salas, presidentes de tribunales superiores de justicia y asímismo de sus salas, en fin, presidentes de audiencias y magistrados de las salas de lo civil y criminal competentes para las causas que afectan a los aforados.
Estos son los cargos que ha nombrado tradicionalmente el Consejo General del Poder Judicial de forma discrecional y con la mediación activa de dos asociaciones judiciales. Pero como esta práctica encaja mal en un Estado de Derecho, ha sido el Tribunal Supremo el encargado de recortar las alas del Consejo obligándole a motivar sus decisiones y el ejemplo más reciente -pasado mes de abril- ha sido la anulación del nombramiento del presidente del Tribunal Superior de Murcia, que viene a confirmar sentencias en parecido sentido. Pues bien, mi tesis es que, si el Tribunal Supremo sigue transitando este camino, lo que es previsible, se llegará a nombramientos reglados, es decir, se acabará descubriendo el mediterráneo del concurso. Y esto es justo porque el juez -cubierto de canas y ahíto de trienios- que aspira a estos cargos distinguidos no se merece la humillación que supone una negociación ruborosa en el seno del Consejo, epicentro de pugnas políticas y de pactos embolismáticos entre las asociaciones judiciales.
Ahora bien, si de resolver concursos se trata no se necesita un organismo tan costoso como el Consejo General del Poder Judicial y bien podríamos conformarnos con un organigrama más humilde ya que las demás funciones del Consejo tampoco aciertan a justificar tanto alarde organizativo. ¿Qué hacer por consiguiente con él? Mis propuestas las argumento en mi libro.
III
PEOR a lo descrito es aún que el ascenso a las alturas judiciales no sea el final sino el comienzo de otra carrera, ahora la política, si el juez se porta bien y complace a los partidos que pueden promocionarle aquí o allá: a magistrado del Tribunal Constitucional, a ministro, a consejero de Estado, a diputado… Aplastada aquella renace ésta con todo su cortejo de pequeños o grandes privilegios y prebendas, en todo caso, con el disfrute de una parcela del poder y el beneficio del glamour social. Como mi pluma quiere ser comedida me abstengo de poner nombres a lo que describo, tarea que sería muy fácil y demoledora pues está en los periódicos estos mismos días y demuestran la existencia de un trasiego execrable. Es decir, que la legislación de la democracia española tolera ¿o fomenta? el paso de la Justicia a la política y de la política a la Justicia sin que tales saltos acrobáticos dejen huella alguna en el juez que los practica por muy desmañado que sea para tales habilidades.
IV
ASEGURAR la independencia exige asimismo la predeterminación del juez. Tal predeterminación se ve afectada porque los turnos para la composición y funcionamiento de las salas y secciones así como la asignación de ponencias que deben turnar los magistrados es competencia de las Salas de Gobierno de los Tribunales Superiores que representan ese lugar donde se dan la mano los componentes judiciales y los políticos/asociativos. Aunque el funcionamiento suele ser correcto, también hemos tenido mucho ruido reciente con este asunto.
En mal lugar queda la predeterminación cuando advertimos los privilegios de que disfrutan los aforados, es decir, las personas que por su cargo (o, a veces, profesión) son juzgados por un juez o tribunal distinto al que correspondería a un ciudadano en circunstancias normales. En España son muchos los beneficiarios de este privilegio.
La existencia de estos aforados es la prueba del nueve de la politización de la élite judicial: si, quien puede, huye de su juez natural para refugiarse en el Tribunal Supremo es que algo no huele bien porque nadie podrá explicar las diferencias que existen entre la justicia administrada por un magistrado de la Audiencia de Lugo y la de su colega del Tribunal Supremo.
Ítem más: los Parlamentos de las Comunidades Autónomas pueden designar un magistrado, seleccionado entre profesionales pero por los partidos políticos sin pudor alguno, para conocer de las causas contra los aforados: dicho en plata, las causas que puedan abrirse contra los políticos más destacados de las Comunidades Autónomas.
Conclusión: si suprimimos los nombramientos discrecionales, las puertas giratorias entre Justicia y política, y los nombramientos de magistrados por los parlamentos regionales habremos dado un paso de gigante en beneficio de la independencia judicial. Y para ello no se necesitan reformas constitucionales.
En fin, me ocupo en sendos capítulos de los fiscales y de los magistrados del Tribunal Constitucional. Las consideraciones que sobre ellos me permito hacer, con el máximo respeto, de mucho gusto y jugosas, las conocerá quien lea el libro «si lo lee con atención» como diría Cervantes (homenaje a don Miguel en su año).
(Publicado en El Mundo el día 31 de mayo de 2016).
Querido Profesor
Esta temporada no vengo casi ni a leer, que estoy rebasadísima. Y hasta hoy no he visto este hilo suyo. Estoy muy de acuerdo con lo que dice usted, de los «saltos acrobáticos entre la judicatura y la política, etc etc «. Y me permito enfatizar lo que usted ya señala : lo de que la carrera judicial sea con especialización, y que esté bien pagada, y con jubilaciones semejantes, para los jueces de los altos tribunales, a las de diputados, ministros, y políticos de alto standing. Eso sí, que esas jubilaciones sean tan contributivas como las de los banqueros, o los directores de multinacionales, o sea, como las de todos los de a pié.( Y las de los cargos políticos y de gobierno, también, por supuesto )
Pero tengo una cosa que me da vueltas a la cabeza desde hace un tiempo, respecto, justamente, de la independencia judicial:
Y es que los jueces están para dictaminar que las leyes se cumplan. Pero ¿ Que pasa cuando esas leyes no son justas ?. Porque los jueces de la Alemania Nazi, los de la época de Stalin en la URSS, aplicaban unas leyes abominables. A muchos de esos jueces de la época Nazi, se les condenó en Nüremberg, pero todavía hoy en día, a los descendientes de los rusos «blancos», los tribunales no les amparan para que les sean devueltos los bienes que el régimen Bolchevique les expropió. Incluso los tribunales Norteamericanos se niegan a compensar a los herederos, sabiendo, y teniendo pruebas, de ello, que sus museos compraron a los bolcheviques bienes robados a disidentes, a «burgueses», y a otras víctimas. Que dicen que son acciones de Estado, de otro Estado, y que ellos no se pueden inmiscuir. Como si el Régimen Nazi no hubiera sido también un Régimen de Estado…
Para mí, la independencia judicial empieza porque los jueces denuncien, y devuelvan al Poder Legislativo las leyes que sean injustas. Pero claro, entonces la profesión de Juez sería una profesión de riesgo…
Y le pido mil perdones por haber escrito tanto, sobre algo que me rebasa, y que es muy posible que usted aclare en su libro. Libro que voy a buscar ahora mismo.
Y muchas gracias.