Sube por ahí una exposición sobre la escalera y su declive histórico que está dando mucho que escribir porque las gentes estamos ávidas de solazarnos en acontecimientos minúsculos, en historietas que se atrevan a desmontar la Historia y logren empinarse sobre la base de una flor, la flor primorosa de la nadería, hartitos como estamos de tanto acontecimiento único y apabullante. De ahí, el homenaje a la escalera que tiene un algo de romántico ya que cobija en su seno añoranzas rancias, la evocación de un pasado que está muriendo y que ha de ser rescatado de la desmemoria, sepulcro agusanado.
Pero ¿está desapareciendo de verdad la escalera, tal como se propone? Esta creencia no es de ahora porque ya la proclamaron los futuristas de los años del siglo XX que vieron los primeros ascensores, contemplados entonces como un atajo, como una burla a la escalera. Allí donde estaba la escalera esperando impávida a quien había de subirla, en jarras y como diciéndole “aquí te espero”, allí se colocaba un ascensor que tal parecía como si se la tomara a rechifla porque ofrecía lo mismo pero sin esfuerzo. Se sabe, sin embargo, que si algo ignora un futurista es precisamente el futuro porque la escalera y el ascensor, lejos de negarse el uno a la otra, son como un Jano a quien Saturno dio dos caras para ver el pasado y también el porvenir, ambos indispensables porque la escalera quedó de guardia, a la espera del desfallecimiento inevitable del ascensor que también ha de subir jadeante sus escaleras. “No desaproveche ninguna escalera” aconsejaba don Gregorio Marañón, adelántandose a los gimnasios modernos donde se suben escalones en una máquina, práctica que demuestra la lozanía de la escalera pues quien es capaz de tragar escalones y más escalones sin destino alguno, es el verdadero creyente de la escalera, su más firme valedor, porque los demás la usan para llegar al séptimo piso y abrazar allí a la manceba y quedar atrapado en la seda de sus caricias o para ganar la consulta del dentista que ha de liberar del dolor de muelas, pero el del gimnasio es un amante generoso y gratuito del escalón, lo que no deja de producir escalofrío.
¿O es que tiene algún mérito el que sube la escalera de la Ópera de París o la de la película del acorazado Potemkin? Ninguno, según mi criterio, porque el uno lleva en la cabeza los compases de “Las bodas…” y el otro sueña con una revolución y el lío de marineros tirando por la borda a los elegantes oficiales. La pobre escalera es para ambos un medio, cachivache, instrumento y así no se la honra adecuadamente como también es un escarnio la escalera mecánica, sucedáneo lamentable, achicoria aguada de las escaleras dignas.
A la escalera la enaltecen como digo quienes suben peldaños en el gimnasio porque sin verla en cuerpo la llevan metida en sus entretelas y en sus ensoñaciones y, también, Buero Vallejo que se valió de una escalera para trenzar una historia triste, tumba de ilusiones, paridero de las peores angustias, por donde bajaban y subían cansados o presurosos los hijos de la ira, colmena de desesperanzados. A mí me gustan también mucho las escaleras de las películas de Hitchcock porque por ellas circula el misterio licuado que se derrama precisamente por ella como la sangre de las víctimas más vistosas y mejor muertas. Y no me gustan sin embargo las escaleras estrechas y siniestras de El Escorial ni las que bajan, en la cripta de los capuchinos de Viena, al lugar donde yace sepulto el Imperio austro – húngaro porque son escaleras oscuras, con ecos de covachuela, con olor a Habsburgo mal enterrado y la escalera pide imaginación, lujo de caprichos, un Destino, a ser posible, inventado.
Porque ahí está la clave: en la escalera interior, la que utilizan los ascensores de nuestras intimidades, la que nos conduce a los horizontes nevados, a las manos propicias, a las mejillas rubicundas, al mar amante, a los saberes desperdigados… Pues que la vida es poco más que una partida de póquer, quien dispone de todo eso es quien se alza con la escalera de color.