Cada vez es mayor el número de personas que nos tratan de explicar que el “progresismo” es un camelo, un trampantojo, la artimaña a la que se le ven demasiado las intimidades como para caer en su trampa. Es más: quienes así nos previenen suelen añadir, con cierta perfidia, que quien invoca el progresismo para sus fechorías en puridad en lo que está pensando es en su cuenta corriente y en su plan de inversiones.
De ello se seguiría que el número de rufianes en España es abultado porque abultado es el número de quienes airean el tal progresismo como la brújula de sus conductas.
Pienso que esto no puede ser así, me resisto a creer que estamos rodeados de forajidos. Entiendo por el contrario que estas gentes malpensadas no saben interpretar en su real significado ese afortunado sintagma que es el “progresismo”.
El “progresismo” no es una ideología que se estudia en los libros de ensayo, que son muy aburridos y a veces están en varios tomos, ahí está el error, el “progresismo” es una pasión vivida con emoción, con el calor de los buenos sentimientos aunque es verdad que, en quienes lo experimentan de forma apasionada, se trueca en fuego, en una embriaguez que les lleva a la urna el día de las elecciones, capturados por una efervescencia cercana a la fiebre.
Es decir que ignoran que el “progresismo” es una sensación de bienestar, una ilusión – de ahí lo del “proyecto ilusionante”-. También un éxtasis de orgullo por saber el individuo que lo disfruta que se halla en el sitio correcto de la Historia y no en sus múltiples parajes descarriados.
Hay el progresista que vive en la linde de la enfermedad y por eso llevo pidiendo desde hace años que los colegios electorales cuenten con un servicio de especialistas – un psiquiatra sería apropiado- para atender los casos más graves de “progresitis” que se presenten entre los ciudadanos en el momento de depositar el voto. Hay que tener en cuenta que para estos sujetos la selección de la papeleta con las siglas progresistas supone ya una excitación muy acusada que se derrama en el momento de introducir la papeleta por la ranura de la urna. Oportunidad de suprema pasión y cercana – cierto que solo en casos extremos- al desvarío y que solo se puede comparar con el arrebato místico o el modernismo más refinado. De ahí que exista mucha poesía que trata – con mejor o peor estro- de cantar al “progre” en esos instantes de delirio. Y así se dice: “Votante, está linda la urna y el viento lleva esencia sutil de progresismo …”. Y por ahí seguido.
Se me dirá que exagero. Reconozco que estos son casos morbosos pues para el mayor número de progresistas, personas más comedidas, su voto representa simplemente la alegría de la entrada en el hogar donde habitan los buenos, es como la comunión que se practicaba antaño en la misa de doce y que te hacía participar del reino de los fortalecidos por la gracia administrada al comulgante. De ahí que, según me consta, los progresistas acuden a votar en ayunas.
Sépase que por todo ello el progresista, cuando es generoso, derrama su compasión sobre el carca.
¡Ah, qué mundo más desesperanzado si no contáramos con el progresista empedernido e implacable!
Majestuoso