El príncipe de un remoto país en el continente asiático ha sancionado una ley, según cuentan las noticias de prensa, en virtud de la cual se prohibe en el territorio de su jurisdicción la aparición de fantasmas. De forma tajante y sin excepciones.
El portavoz de su Gobierno ha sido, además, bien claro: que nadie comparezca ante ninguna oficina pública denunciando las molestias de un fantasma porque, a partir de la promulgación de la ley, los fantasmas se abstendrán de molestar a los vecinos.
Es posible que a este extremo haya llevado la proliferación de fantasmas en aquel país y que haya resultado, al cabo, necesario adoptar tan drástica medida para poner coto a los posibles excesos en que aquéllos hayan podido incurrir. Porque el hecho de que fuera posible presentar denuncias ante una ventanilla de la Administración para que se iniciaran las investigaciones tendentes a detener a tal o cual fantasma, es una muestra de que las jugarretas fantasmales habían llegado a un punto intolerable, visto el asunto desde la perspectiva de una ordenada convivencia que es la que las autoridades deben garantizar. Los fantasmas y sus apariciones habían pasado a ser allí, sin duda por su frecuencia y probablemente también por el desorden con que se producían, una especie de actividad molesta y es lógico entonces que se reaccione frente a ella y se la discipline desde el poderoso instrumento que es la ley. Porque si el fantasma, además de la turbación que está implícita en sus comparecencias, al arrastrar sus cadenas produce excesivos ruidos, éstos deben ser perseguidos por la Administración como de hecho ocurre desde que un sabio descubrió el decibelio.
Aprovecho para explicar, pues esto lo ignora mucha gente que se tiene por instruida, que el descubrimiento del decibelio, capital para la ciencia moderna, es en parte español, porque si bien el científico que lo alumbró no lo era, sí se produjo en un medio hispano ya que su percepción y su formalización científica se alcanzó en el preciso instante en el que aquél sabio se disponía a tomar café en un bar español donde convivían la radio, la televisión, las voces de los camareros, el estrépito de tazas y platos y las máquinas de calentar la leche y moler el café amén de los gritos que se veían obligados a emitir los parroquianos para poder comunicarse con ciertas garantías de éxito. Sépase que es justo, en ese preciso instante, cuando nace, para la comunidad científica, el decibelio, de análoga forma a cómo la penicilina nació en el momento en el que Fleming detectó los famosos hongos de sus cultivos. (Para que luego se afirme que los españoles no contribuimos al avance de la ciencia!
Pues bien, es lógico que si los fantasmas producen, en su inevitable arrastre de cadenas, más decibelios de los permitidos o sus sustos tienen lugar de una forma anárquica, inesperada, o poco respetuosa para los asustados, entonces la ley debe reaccionar y, bien moderar esos excesos, reconduciendo la actividad fantasmal a sus límites tradicionales, bien más sencillamente prohibirlos de manera inapelable.
A la vista de esta experiencia de un país foráneo, la reflexión (como ahora dicen los políticos) se impone: ¿debe trasladarse a nuestra España una legislación tan contundente? ¿deben pues las Cortes aprobar una ley de análogo contenido al indicado y ordenar la persecución impiedosa de aquél que la transgreda?
Mi opinión es, a este respecto, negativa. Los fantasmas han cumplido y cumplen una función en castillos y palacios que debe ser respetada. Porque ¿qué sería de tantos edificios de nuestro glorioso pasado sin su fantasma o su colonia de fantasmas? El fantasma amable, el fantasma que arrastra moderadamente sus cadenas y asusta educadamente (o juguetonamente, como lo hacía el de Canterville) debe ser acogido como un miembro más de las familias de cierto tono. Yo lamento que las viejas buhardillas, que eran los habitáculos tradicionales de los fantasmas, hayan sido convertidas en las casas modernas en elegantes bajocubiertas produciendo con ello el desalojo de los fantasmas que allí tradicionalmente habían vivido. Hoy toda nueva urbanización y, si se me apura, toda comunidad de vecinos debería tener su fantasma contratado como tiene un guarda de seguridad o un jardinero. Respeto, pues, a la figura del fantasma e, incluso, especial protección para los mismos, como la que se dispensa al urogallo o al quebrantahuesos.
Porque esos fantasmas son inofensivos. Sin embargo, los fantasmas que nos torturan de verdad, el fantasma de la hipoteca del piso, el fantasma de la letra que vence un mes tras otro, el fantasma de los libros y de las matrículas de los hijos, el del piso mal acabado, el de la chapuza que todo lo invade y contamina, a estos verdaderos fantasmas sí habría que combatirlos, prohibirlos, exterminarlos, declararlos molestos, insalubres, perturbadores… Pero ¿quién puede expulsarlos si ni siquiera los reconocemos porque no usan la simpática sábana sino que aparecen envueltos en odiosas escrituras notariales, inquietantes pólizas y amenazadores sellos?