Castidad

La constitución de una asociación para la defensa de la castidad en una ciudad española de árabes castillos y jazminados cármenes ha originado un gran revuelo en la opinión pública y muchas plumas periodísticas han dirigido a tal iniciativa bromas y chanzas, todas ellas descalificadoras y poco respetuosas.

A mí me parece que cada cual debe asociarse con quien le plazca y para lo que le pete siempre que no sea para meter el dedo en el ojo del vecino. Es esta una poderosa conquista constitucional y a su amparo existen en España todo tipo de asociaciones: la de canaricultores, la de jugadores de golf y la de amigos de los jugadores de golf, la de madres solteras, la de cuñados solitarios, la de cazadores con arco, la de exportadores de cefalópodos, la de devotos de la medalla milagrosa, la de impresores de formularios, la de admiradores de Greta Garbo, la de onanistas… Tienen sus domicilios sociales y sus teléfonos al alcance de cualquiera. ¿Y ocurre algo? Nada digno de destacar como no sea lo mucho que se aburrirán los componentes de algunas de ellas pero este hecho, el de si se aburren o se divierten, nada interesa a quienes no sean sus socios.

La asociación para la castidad es, a mi entender, una más y tan respetable como cualquiera otra. Si unas cuantas decenas, centenares o miles de castos y castas se reúnen y se regodean en su castidad, comentan entre ellos el tiempo que llevan sin comerse un rosco y adoptan el acuerdo de persistir en tan morigerada conducta ¿qué les importa esto a quienes retozan con regularidad?

Además, los castos y castas asociados se proclaman estrictos católicos y la Iglesia siempre ha defendido la castidad: desde Taciano el asirio, quien sostenía, separándose de lo que había proclamado su maestro san Justino, que el matrimonio era «simple fornicación» hasta el papa Pío XI, a cuya pluma se debe la encíclica «Casti connubii», alegato en defensa de la castidad de los esposos. Para san Alberto y para santo Tomás el placer sexual no se da nunca sin pecado, aunque distinguen entre quienes se recrean en la suerte o ponen pasión en el trance, que pecan fuerte, y quienes lo hacen de forma algo displicente o dengosa, que pecan bastante menos. Y todo ello está justificado, además, por razones fisiológicas pues un monje, que poseyó en una noche a una dama repetidas veces, falleció poco después del toque de maitines y en la autopsia se comprobó que su cerebro había quedado reducido al tamaño de una granada y tenía los ojos aniquilados. Esto sin contar con que la calvicie, desde siempre, ha estado ligada al placer venéreo.

Además, tal virtud debe cuidarse como quebradiza flor porque es muy delicada. No en balde nos recuerda Tirso en El Burlador que:

La mujer en opinión
siempre más pierde que gana,
que es como la campana
que se estima por el son.
Y así es cosa averiguada
que opinión viene a perder
cuando cualquier mujer
suena a campana quebrada.

Conclusión: sus razones tienen y, como se advierte, poderosas quienes deciden consagrarse al cultivo de la castidad.

Ahora bien, deben evitar los riesgos que la misma entraña y que algunos médicos han estudiado. En un libro publicado hace algunos años, el doctor Paul Voivenel los agrupó bajo el título «Peligros, trastornos, crímenes y aberraciones de la castidad».

Su autor demuestra cómo la comisión de muchos delitos está unida a la práctica de la castidad; incluso cómo algunas conductas delictivas son típicas de enfermedades que padecen los castos. La histeria, que en su origen etimológico está ligada al útero, produce contorsiones, suspiros, ojos en blanco y todo ello no es sino una satisfacción imaginativa del acto sexual prohibido. Pero es que a la histeria se deben muchos crímenes y hechos terribles. También los casos de envenenamiento más famosos están emparentados con actitudes de remilgo ante el sexo y la práctica del envío de anónimos narrando falsas violaciones o imaginadas infidelidades que acaban en asesinatos o en injustas condenas tienen su origen en la castidad perversa. ¿Quién no recuerda los crímenes en conventos y las acusaciones demoníacas, como aquella de las ursulinas de Loudun que llevaron a una calentita parrilla al capellán que con ellas fornicaba? ¿Quién no se ha estremecido con la «Teresa Desqueyroux» de Mauriac?

Pero si nuestros castos logran mantener la virtud sin envenenar, asesinar ni enviar anónimos turbadores, con su pan se lo coman. Corresponde a los demás respetar sus sobrias prácticas y, el que pueda, entregarse a la concupiscencia.

 

Publicado en: Blog, Soserías

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