¿Muere el bidé?

Se ha publicado hace unos meses un libro que explica, como una realidad ineluctable, la desaparición del bidé de las casas de los países europeos más avanzados. Su autora, al parecer, ha indagado aquí y allá, ha hecho unas cuantas encuestas, ha preguntado a un grupo de constructores de viviendas, se ha informado en las ventanillas de algunos organismos oficiales y, con ese bagaje de datos, se ha lanzado a proclamar el desuso en el que el bidé ha caído entre el fino nalgatorio occidental. Como desde esta deducción a la cruel certificación de su muerte no hay más que un paso, la autora lo ha dado, y ello le ha permitido concluir que el bidé se ha convertido, en este tramo final de siglo, en una pieza histórica, en objeto de museo, en algo parecido a la dama de Elche, a una fíbula o al ungüentario de la esposa del buen rey Sisebuto.

Si el asunto es ya de por sí terrible, el hecho de que la autora lo describa sin la más mínima emoción, con indecorosa frialdad, con la distancia inhumana del historiador, lo convierte, si cabe, en más triste y funesto. ¡Si al menos esa mujer pusiera algún calor, si al menos constatara esa realidad de forma nostálgica, con tristeza, confesando su dolor…! Pero, a juzgar por su prosa cuidada y  aséptica, se percibe que no ha sentido la menor emoción, que ha trabajado con el bidé poniendo en ello la impasibilidad de un funcionario del ramo de la estadística. Esto es lo que añade horror a su trabajo y lo hace sin más espantoso, truculento.

Porque el bidé es preciso considerarlo como uno de los inventos más revolucionarios de la humanidad. Y es que no resulta difícil imaginar el estado en que quedaba el tafanario tras la deposición en los tiempos antiguos, cuando no ya el bidé sino ni siquiera el agua corriente había hecho su gloriosa aparición, cuando el agua sucia se tiraba sin más a las calles y cuando al duque de Sesto, gobernador de Madrid, por el simple hecho de intentar mantener limpias las calles, el pueblo le dirigió una coplilla aviesa que decía: «¡Cinco duros por mear!/ ¡Caramba, qué caro es esto!/ ¿Cuánto querrá por cagar/ el señor duque de Sesto?». Los baños eran infrecuentes y a los que eran públicos acudían regocijados nuestros visitantes más ilustres como los escritores Teófilo Gautier y Alejandro Dumas.

Uno de los primeros cuartos de baño que hubo en Madrid fue el del marqués de Salamanca y hasta la reina acudía allí para poner en el bidé sus bajos en estado de revista. Poco a poco el invento se va asimilando y entre las más variadas capas de la población se generaliza la costumbre de colocarse a horcajadas para practicar íntimas y satisfactorias abluciones. El resultado es bien patente: la higiene llega a zonas del humano cuerpo entregadas antaño al descuido y al desaseo y el tufo que, las más de las veces, nuestros antepasados desprendían por mor de la mugre que acumulaban a modo de estratos geológicos, desaparece y el olor mefítico es ventajosamente sustituido por un suave perfume o, al menos, por un aroma neutro e indeterminado.

Ahora bien, donde el bidé conoce su esplendor más consistente, allí donde más y de modo más espectacular deja sentir su benéfica influencia es en el ámbito del comercio sexual. Y es que el día en que el primer bidé se instaló en una habitación destinada al tráfico carnal mercenario, en esa fausta fecha, definitiva en la historia reciente, un nutrido, persistente y combativo grupo de animalejos parásitos se batieron en una retirada que, no por tardía, dejaba de ser menos vergonzosa. La higiene había propinado un capital revolcón a su secular antagonista la guarrería. El bidé se elevaba así a la dignidad del estandarte a cuya sola vista huye despavorido el enemigo y cobraba la irradiación que emite el guión victorioso en la batalla. Cuando llega el momento en el que, incluso individuos correosamente reacios, una vez aliviados tras la lujuriosa refriega, se colocan en la pertinente postura y exponen sus partes al benemérito influjo del agua, estamos ante un avance señalado y gigantesco en la mórbida evolución de la humanidad.

El bidé se desposó así con la concupiscencia y ambos han estado unidos en un matrimonio sólido, duradero, entrañable y fiel. Un matrimonio de los antiguos, sencillo, limpio, lleno de naturalidad, franco y llano. Por eso entristece tanto que hoy el bidé sea motejado como una antigualla, que hoy se le quiera enviar al desván, al museo frío y atildado, dejándonos a tantos con el culo literalmente al aire. Yo hago al bidé holocausto de mi lealtad y, si se confirmara que ya el bidé no sirve, que ya no gana batallas ni nadie acude a relajarse en su remunerador chorro (un chorro que a veces partía desde abajo fabricando juguetonas cosquillas), entonces propongo que se le tribute el merecido recuerdo ciudadano construyendo, en lugar señalado, una grandiosa fuente con forma de bidé y, privado ya de su función redentora, nuestra imaginación lo convertirá en una gran copa para soñar y celebrar en ella imposibles libaciones.

 

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Publicado en: Blog, Soserías
2 comentarios sobre “¿Muere el bidé?
  1. José Manuel Martínez Fernández dice:

    Hasta que una película protagonizada por José Luis López Vázquez me desveló esa utilidad de refresco pre y post sexual, sólo conocía el bidé como pieza para lavar los pies tras llegar del campo con ellos polvorientos y cansados… y para esa función lo busqué el otro día en un hotel para refrescar mis pies doloridos y comprobé que ni bide ni bañera…

  2. jesus mateo pinilla dice:

    En Palencia, antes de la guerra, había una casa de lenocinio conocida como «Casa de la Olga». Se ubicaba en el típico corral medieval de artesanos u oficios que trabajaban para la creación y mantenimiento de la Catedral.
    La casa se cerró y quiso entrar a vivir un médico y su esposa. Ella muy ufana decía a sus amigas completamente seria: fijaos lo limpios que eran los antiguos inquilinos que tenían un bidet en cada habitación.

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