Hubo una época en que reinaba el coñac (los castizos decían coñá) como el gran alcohol de las sobremesas y así, en cuanto se terminaba con el postre, las personas decentes y con sólidos principios se servían unas copas y entonces daba comienzo una conversación que podía prolongarse durante horas. En las casas verdaderamente honorables, el coñac se acompañaba de café y puro. Y así esta tríada formaba una de las composiciones más serias y mejor fundamentadas de la vida española, algo así como la Santísima Trinidad del confort y del regalo. Ya se sabe que el número tres es mágico pues tres han sido los mosqueteros y tres los reyes magos. El café, la copa (de coñac) y el puro eran, además, la rúbrica de la comida, el estrambote del poema de la gran pitanza, el finisterre de toda reunión social pues más allá no había sino la soledad y el desconcierto.
El coñac español es, como toda cosa buena, un invento que viene de lejos y fueron los árabes quienes nos iniciaron a todos en los arcanos de los alcoholes, de la alquitara y del alambique. Sólo que ellos, por mandato del Profeta, usaban luego tan sólido descubrimiento para fines en verdad sonrojantes y aun ridículos como eran los cosméticos y medicinales. Ya es triste que, después de dar con algo tan serio, se le acabe empleando para una cataplasma o para quitar un absceso en salva sea la parte. Pero a estas aberraciones llegan quienes se toman los dogmas en serio y por la tremenda. Luego, los cristianos intuyeron el gran filón sensual que el líquido escondía y empezó la gran historia de los vinos que se cierra cuando a ese vino se le guarda, como la joya que es, en una buena barrica de roble y se le da el trato, el mimo y el cariño que merece.
Aunque son los franceses quienes más fama tienen en esto de elaborar el coñac, a mí me gusta mucho más el producto español que llaman brandy, nombre este que resulta un lío porque era el que daban los ingleses precisamente a los aguardientes de la región francesa de Cognac. Hubo años en la postguerra que se le llamó Jeriñac pero esta denominación no prosperó por su cacofonía pues suena a jeringa, a jeringar y, en definitiva, a jerigonza. El coñac español tiene una tersura infinitamente mejor que su homónimo de allende la pirenaica cordillera, tiene mayor desarrollo en la boca, es más cálido, más noble, más redondo y deja al final en el paladar un toque de serena elegancia. Pero, sobre todo, en el color no se le puede igualar siendo los mejores aquellos que tienen una tonalidad roja oscura, brillante, con intensidad y reflejos de rubí. Y con su gallardía y su guapa apostura.
Todo este pasado esplenderoso de culto al coñac se ha venido en buena medida abajo y ahora se estila tomar, tras las comidas, un «chupito». Tengo para mí que la decadencia española se puede explicar a partir de este tránsito humillante de la gran copa de coñac al «chupito», un nombre ya en sí mismo grotesco, que ha de comparecer ante la sociedad en diminutivo porque no tiene entereza ni consistencia alguna y porque si se le llamara «chupo» acabaría pronto enterrado entre los productos de menor seriedad del mercado. No le demos vueltas: el «chupito» es una abreviatura, el santiamén de la bebida, el esbozo pusilánime de algo que nació con pretensiones, que quiso ser… El chupito es de una corporeidad evanescente y ñoña.
Ahora bien, el golpe bajo más dañino que el coñac ha recibido procede del güisqui (o whisky). Una bebida estupenda a la que algunos espabilados han atribuido propiedades curativas de las alteraciones del ritmo cardíaco y eso ha hecho que el consumidor se beba un vaso de güisqui acompañado de unas aceitunas y unas almendras en la creencia de que se está tomando un jarabe reconstituyente u otro medicamento de gran renombre y aprecio social. Estos efectos terapéuticos no están probados pero los han hecho circular los fabricantes y el español de buena fe ha picado creyéndose un riguroso observante de las sanas costumbres cuando se sopla un largo trago de whisky. Ahora bien, una bebida que se toma con hielo o con agua o con soda no es una bebida seria. ¿Alguien imagina echar unos trozos de hielo a un Ribera del Duero? ¿o soda a un vino del Bierzo? ¿O agua a una manzanilla del Puerto? Sería un delito de los que debería darse cuenta ante el juez más cercano. Pues lo mismo ocurre con el whisky que, una de dos, o es bebida lograda o no lo es: si lo es, debe tomarse tal como mana de la barrica, y si no lo es, mejor es que que se comporte con mayor humildad y abandone la pretensión de destronar a las bebidas respetables.
Pero el daño que ha hecho la costumbre del hielito va camino de convertirse en definitivo. Porque ahora se oye en la radio el anuncio de un coñac español al que se recomienda que se le añadan ¡unas piedras de hielo! ¿Alguien ha oído jamás mayor desatino? Me parece que preservar al coñac del denigrante añadido del hielo es una de las batallas de mayor envergadura que puede emprender el español. El coñac … ¡con hielo! Y luego dicen que la calidad de los espermatozoides ha descendido… ¡Peores cosas veremos! Estamos en el inicio de una peligrosa pendiente: ¡evitémosla!
Si bien es cierto que «una bebida que se toma con hielo o con agua o con soda no es una bebida seria (Sosería del domingo 4 de enero) y que el whisky, sí lo es, «debe tomarse tal como mana de la barrica», el señor Sosa parece ignorar que la costumbre de asesinar el whisky a predradas (de hielo) es tan sólo una horterada concebida para paliar el gusto inferior de los whiskies llamados blended, y que los whiskies buenos, los de malta, deben tomarse sin ningún contaminante, en una copa idéntica a la de coñac. Para expiar tan cáustica sosería, tómese, por ejemplo, un Macallan de 18 años, madurado, dicho sea de paso en barricas que previamente contuvieron jerez. Atentamente.