Es probable que el lector ignore qué es un «dummy» pero para eso está mi columna, para explicar las cosas más difíciles y enrevesadas. Un «dummy» es el protagonista de una prueba de choque, un individuo semejante a un humano a quienes sustituyen en los accidentes simulados a bordo de los vehículos que van a sufrir un gran impacto. El «dummy» permite evaluar limpiamente los daños que se sufren en la colisión.
Inicialmente los fabricantes de coches no pensaron en los «dummys» para hacer estos experimentos sino en algún familiar especialmente querido o en algún vecino de propiedad horizontal o vertical. Es más, se llegó a utilizar hace años a un cuñado auténtico en una de estas pruebas pero cuando éste advirtió en qué estado salió de ella (un asquito de heridas como cuevas y de chichones como huevos de pascua) hizo sonar la alarma entre todos los cuñados del mundo y se juramentaron para no permitir jamás que se les utilizaran en tales trances. De ahí viene la famosa proclama revolucionaria «cuñados de todo el mundo, uníos».
Surge entonces el «dummy» como respuesta a la terca obstinación de estos parientes y con él la figura simulada, apócrifa, putativa (con perdón) de los muñecos para coches. Nadie sabe qué pasa si se encariña uno con ellos y al final se tienen los mismos escrúpulos con el «dummy» que con un hijo porque puede ocurrir que, creado el «dummy», se le tome ley y cueste entonces un triunfo meterle en un coche con el exclusivo designio de lanzarlo contra una pared de cemento para que se rompa la crisma y se haga añicos las cervicales. Consta que los artistas falleros valencianos lloran lágrimas de fuego cuando ven arder los «ninots» que sus manos han creado en la noche de la «cremá».
-Oiga usted no compare a un «dummy» con un «ninot» – me dice la conciencia que llevo siempre como una piedra nefrítica y que me corrige.
Es cierto y no puedo sino darle la razón. Porque entre un «dummy» y un «ninot» existe una gran distancia, la misma que media entre un tío cachondo y divertido y un pelmazo de los que empuñan cartera de cuero y móvil. Tienen en común el hecho de que a ambos se les envía al sacrificio, el accidente o la hoguera, pero, así como en el caso del «dummy», su descalabro es tonto y soso como tonto es todo accidente (en casi todos los accidentes de automóvil interviene un imbécil), el «ninot» tiene un final fastuoso, crepitante, entre llamas que le prestan su gran calor de humanidad y de arte. El «ninot» además se puede salvar si es especialmente apuesto y sus decires chistosos, en cierta manera como el toro que vuelve a la dehesa a montar vacas y pasarlo pipa si en el ruedo cumple con excelencia. El «dummy» no, el «dummy» es cordero de matadero, pollo de granja, soldado de una guerra absurda. De ahí que no se conozcan entre sí y es mejor que así sea porque entre ambos surgiría una envidia profunda y muñequicida.
Nadie ha logrado explicar hasta ahora de una forma satisfactoria la causa en virtud de la cual las muñecas eran juego de niñas. Sabemos que si un niño se aventuraba con ellas sentaba plaza inmediata de sodomita siendo esta extraña singularidad educativa la causa de que tantos hombres acudan en su madurez a las muñecas hinchables para desahogarse sentimentalmente. Se trata de la respuesta lógica a una prohibición ayuna de sentido. Ramón Gómez de la Serna, gran escritor y por eso muy infantil, alternaba los brazos de Colombine, su madre, con los de la muñeca, su hija. Ahora, al parecer, las venden con termostato y así se puede regular la temperatura de su cariño y de sus efusiones.
Hay que reivindicar la humanidad de los muñecos y abogar por la muñequidad de los humanos. Todos deberíamos tener un «dummy» que fuera nuestro representante, nuestro doble (los artistas de cine lo tienen y les evitan las mayores molestias) y confiarle las situaciones más enfadosas. Estoy seguro de que si todos dispusiéramos de un «dummy» en estas condiciones que defiendo, a las bodas, por ejemplo, uno de los acontecimientos sociales más tediosos que existen, no irían más que «dummys», todos los invitados serían «dummys» y hasta los novios podrían ser «dummys» de novios. El cura sería otro «dummy» y así el verdadero cura podría estar en casa con la manta eléctrica en los riñones leyendo aventuras marineras que es lo que en rigor nos gusta a todos, curas y seglares.
A la oficina, el «dummy». A las visitas de cumplido, el «dummy». A la mesa petitoria, el «dummy». Y así sucesivamente. De esta suerte nosotros, los verdaderos, quedaríamos para coger conchas en la playa, tomar gambas con cerveza, disfrutar de los atardeceres nimbados y, ya puestos, desparramar la vista sobre tantas cosas bellas como hay en el mundo.
El «dummy»: nuestro redentor.
“Dummies”, por Gonzalo González Carrascal.
Author Redacción/ColaboradoresPosted on 2 julio, 2019Categories Artículos
Gonzalo González Carrascal.
Gonzalo González Carrascal · @Gonzalo_Glezcar.
Un perfecto óvalo enmarca su semblante, endulzando la rigidez de unas facciones milimétricamente esculpidas. El trazo estilizado de su ceño, obstinadamente extraviado y cuidadamente inexpresivo, abriga el latente desdén de quien -instalado en una altanera superioridad- abriga recelo de toda presencia que pueda opacar su ego. Su boca, ligeramente abierta, dibuja la contenida e impersonal sonrisa por la que el hálito congelado de una naturaleza muerta se resiste a ser exhalado. Mientras, sus rígidos miembros fuerzan su postura en un escorzo -resueltamente exhibicionista y artificioso-, dibujando la estructura muscular latente bajo la sofisticada parafernalia de su traje.
Una figura, a su lado, diríase ignorarle. Sus labios, rojos, tamizan a través del cedazo de color la tez glacial de su rostro. Los estilizados brazos, levemente ocultos bajo las gráciles mangas de su blusa, y el sutil esbozo de su silueta -a través del ceñido del cinturón- endulzan el contenido hieratismo de su pose. Negras, sus largas pestañas prometen el vuelo contenido de dos mariposas fortuitamente atrapadas en la red del interrogante oculto bajo la fría tersura de su rostro.
Ante ellos, otras tantas siluetas -de desdibujadas expresiones- igualmente dispuestas y ataviadas, imitan los medidos gestos vacíos de sus enfrentados interlocutores. Espejándose. Bajo la impenitente claridad de los focos que les iluminan, la anodina reunión de formas parece imbuida -toda ella- de un tono de elevada y grandilocuente sofisticación, en la que la monocorde y superficial condición de sus integrantes queda opacada frente al diseño de la puesta en escena.
La impresión, que una sumisa perspectiva en contrapicado y cuidada iluminación cenital imponen, conforma un juego de escaparatismo cuyos componentes -mudamente unidos y mutuamente distanciados- pretenden representar. Aferrados a su medido estatismo, en el quiebro de sus poses, juntos fingen ante el observador el inconcluso movimiento que la impostada afectación de sus congelados gestos sugiere. Rígidos sus cuerpos, los maniquíes bailan.
La fútil tendencia con que la vitrina política ha venido a ser abigarradamente copada por una pléyade post-moderna de sintéticas figuras aparentes de dudosa consistencia -más allá de meras perchas en un expositor de moda- comienza a perfilarse como un riesgo cierto para la solvencia misma de nuestro sistema convivencial. Pertrechados del más engolado de los descaros -que sólo la ignorancia provee- se han erigido en reguladores del tiempo común con que una sociedad ha de evolucionar. Abocando a la parálisis social e indefinición institucional, a todos.
Arribistas. Fatuos, y conscientes de la estrechez de su registro interpretativo, sólo logran encontrar fundamento a su presencia pública asentando su acción en el estatismo. Y su discurso en naderías. Haciéndonos intuir, con desasosiego, que en el término “postureo” no se encierra un simple neologismo coyuntural, sino el significante que mejor enuncia la condición propia de sus vacuas naturalezas.
Mientras el decurso de la vida continúa, nuestra sociedad permanece embelesada ante la escena que nos es dada. En la esperanza de una palabra de determinación, de un movimiento resolutivo -que jamás llega a concretarse-, las figuras comienzan a mostrar sin recato, ante nuestra expectante mirada, el embuste de una promesa de pensamiento y acción eternamente pospuesta. Inconclusa. Enraizando en la contención de sus gestos la traición al instante -y cuanto de bueno la Vida ofrece en él- a una sociedad que no puede permitirse perder más el tiempo.
El escaparate de temporada de esta Nueva Política de saldo ofrece consigo lo que promete. Las rebajas de nuestro sistema institucional. El mercadeo de la voluntad popular, consubstancial a aquél que usa como medio de cambio aquello que se le confía para la frívola consecución de lo que ambiciona. La traicionada esperanza mitigadora de los males de una sociedad por cuenta de aquéllos que no hacen sino contribuir, por omisión, a éstos.
En tanto dure la receta interpretativa del No decir-No pensar-No actuar como garantía de permanencia de las figuras que decoran la escena pública, nuestra maltrecha sociedad seguirá padeciendo de irresolución. De la de aquellos que anteponen su persona o facción al interés general. De la de aquellos que sólo pueden concebir y ambicionar ser alguien. De la de aquellos cuyas estrechas miras les impiden imaginar nada superior a sí mismos. En tanto dure, seguiremos habitando esta fiesta de los maniquíes. No los toques, por favor.