Luces

Uno de los desafíos más emocionantes que existe en las viviendas es encontrar una luz que realmente alumbre el libro o el croché que tenemos entre manos.

Y es que resulta admirable el esfuerzo que hacen los fabricantes de lámparas para conseguir unos utensilios que sólo alumbren los más remotos rincones de nuestros domicilios o la superficie del techo o cualquier otro superfluo espacio doméstico. Han puesto en ello un tesón encomiable y los resultados a la vista de quienes hayan logrado conservarla está.

Primero hubo, antes de la electricidad, las lámparas de hierro forjado o repujado, que todavía sostenían aquellos velones gordos que alumbraban lo justo para que, bajo sus inquietantes sombras, se pudieran decidir cruzadas, convocar concilios, elegir papas, cometer crímenes o consumar amores, aquellos amores prohibidos y deleitosos entre confesores y penitentes o entre caballeros y fámulos. ¡Cuántas veces en el pasado la gran decisión histórica, el natural acceso carnal o el refocilo por el zaguero orificio tuvo su escenario a la luz temblorosa de aquellas lámparas que alumbraban el techo dejando todo lo demás en una lograda penumbra de crimen y de excitación! A nadie extrañaba en aquella remota época no ver nada. Los reyes se iban de caza por el día y los validos gobernaban al dictado tenebroso de los frailes por lo que, en tales circunstancias, cuanto menos se viera, mejor.

Pero, al poco, llegó el siglo de las luces abriéndose paso con un farol que traía escondido en  la peluca empolvada y, gracias a ello, se alumbraron ideas que se instalaron, como si fueran antorchas de la gran avenida de la Historia, en los caminos y en las plazas, intentando ahuyentar con sus destellos a los murciélagos chillones y vengativos que anidaban entre los faldones de sotanas y casacas. Ahora bien, en el interior de las casas, cuando llegaba la noche, lo único que podía ser identificado con alguna seguridad eran las sombras humildes y esquivas que proyectaban el candil del aceite o esos cirios de cera blanca que manaban fragancia de altares y cuchicheos de rezos.

Por todo ello, resultó tan celebrado el invento de la electricidad porque se le vio como el triunfo definitivo de la claridad sobre las tinieblas. Pero, ay, con el avance de la ciencia llegaron los fabricantes de lámparas que quisieron seguir rindiendo su particular homenaje a la oscuridad histórica. Y crearon en nuestras casas unas nuevas penumbras.

Nacieron así aquellas aparatosas lámparas de cristal llamadas de araña, ricas en colgajos, lagrimosas, como si proporcionaran luz entre hipidos. Eran solemnes y no había salón con una cierta prestancia que no tuviera su araña colgada en el techo: alta, amenazante, con aquellos juegos de guirnaldas y sus ricos alardes de cristal de roca. A veces albergaban figuras míticas, algún cremoso angelito, acaso un atrevido animal quimérico; nunca, sus bombillas bajaban de la docena. Limpiarlas exigía el esfuerzo sostenido de un ejército de afanosos menestrales. Daban una luz estupenda, clara, como un ascua generosa y desprendida. Lástima que para poder utilizar todo aquel torrente lumínico fuera preciso instalarse en el techo porque era justamente hacia esa protectora superficie adonde se dirigían todos los magníficos destellos de la araña. Para acróbatas y trapecistas el invento resultaba estupendo por lo que tenía de permanente estímulo y de eficacísimo entrenamiento. Hoy es difícil verlas aunque siguen cumpliendo su función de iluminar las pechugas butirosas de las cantantes de ópera.

No por ello quienes fabrican lámparas han abandonado su viejo entusiasmo por seguir iluminando con complaciente delectación el techo o aquellos apartados lugares de la casa adonde nadie en rigor nos llama jamás. El fenómeno puede ser observado en cualquier establecimiento del ramo. Es muy frecuente también la lámpara con una pantalla, fabricada en los más variados materiales e ingeniosamente diseñada para interrumpir la proyección de la luz. Los únicos artilugios útiles para el fin al que teóricamente están llamados son los flexos y aun con estos, en sus modernas variantes, a veces resulta difícil lograr el objetivo de iluminar el ganchillo o el cortauñas. Menos mal que la editorial Espasa-Calpe publica, bajo el nombre de enciclopedia, unos gruesísimos volúmenes que, instalados con habilidad como peanas, logran el milagro de fabricar claridad en la exacta dirección deseada.

En los hoteles, cualquier pretensión de iluminarse adecuadamente resulta inútil empeño. Por ello, quien, en alguno de estos establecimientos, logra leer sin dañarse irreversiblemente la vista, es recompensado por la dirección con una imagen de Tobías que encumbra a su poseedor, como persona extraordinariamente dotada, de manera concluyente.

¡Luz, queremos luz para cegar nuestras soledades!

 

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Publicado en: Blog, Soserías

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