Cuando tenemos noticia de que algún conocido padece amnesia y que, como consecuencia de ello, ha olvidado el nombre de sus amigos, el del pueblo en que nació o el de sus parientes más cercanos, sentimos una enorme pena porque sabemos que ese estado es una modalidad de la inconsciencia muy cercana a la locura y quien la sufre tiene todas las trazas del cuitado que pretendiera bracear en un abismo con el ánimo de torcer el dictado de la ley de la gravedad. Y es que la memoria es el asidero que nos agarra a la vida, la manivela con la que accionamos la máquina de nuestra propia existencia, el cordón umbilical que nos mantiene unidos ¡nada menos que a nosotros mismos! La memoria es cuña y es palanca, reloj y timbre, museo y eco.
Por eso apena tanto constatar en las ciudades la pérdida de su memoria. Porque las ciudades son seres tan vivos como nosotros y, en cualquier caso, más fuertes ya que son capaces de llevar a cuestas el peso de la historia como si de un liviano fardo se tratara. A veces, al visitar ciudades viejas, doloridas y al tiempo risueñas, nos viene a la memoria el recuerdo de esas mujeres gallegas, frágiles, cenceñas, que llevan un enorme peso en sus cabezas, pobladas de vientos y de soles y que, aun así, avanzan erguidas y altivas.
También la ciudad debe avanzar altiva roturando los propios surcos de su futuro. Pero ese avance, precisamente porque a veces será implacable, es necesario que se haga dejando atrás aquellos testigos, aquellos hitos que le sirvan como recordatorios sobrios y eficaces de su rumia de siglos. ¿Y qué mejores señales, qué testigos más elocuentes que los que proporcionan los grandes hombres, los grandes talentos que en la ciudad han nacido o en ella han vivido y creado?
Por eso, una ciudad que no recuerde a sus grandes hombres, es una ciudad sin memoria, amnésica y una ciudad así padece como una suerte de niebla o de gripe de la propia estima, es una ciudad que ha perdido sus sueños y que está a punto de enterrar su gloria en el camposanto de la vulgaridad.
Una de las formas de recordar a esas grandes figuras, a cuyo ingenio, no lo olvidemos, debemos sin más nuestro presente, es justamente la colocación de sus efigies en forma de estatuas en las plazas, en los parques y en los jardines, en las calles y en aquellos edificios, públicos o privados, en los que su presencia tenga un valor simbólico. Las estatuas deben ser así las anclas que la ciudad aferra al fondo de su pasado para quedar sujeta, más segura, menos vulnerable.
Por lo mismo que las ciudades españolas han destruido vestigios importantísimos de su pasado y han creado barrios horribles, signos todos ellos de amnesia y zafiedad, por eso mismo, en España hay pocas estatuas como hay pocas lápidas o detalles conmemorativos que recuerden que aquí nació don fulano o allí estuvo el taller de don mengano. Los mismos rótulos de las calles omiten explicarnos quién fue la persona a quien el propio espacio se dedica, al contrario de lo que ocurre en los países más cultos, donde se expresan las fechas en las que vivió y la ocupación en la que el homenajeado llegó a dejar memoria imperecedera.
Y cuando se erigen estatuas existe una tradición que obliga a colocarlas sobre altos pedestales, sobre peanas de distancia y de pretendida veneración. Esto es absurdo. Para ser respetuoso, sería preciso instalar las estatuas distinguiendo el cometido que en vida hubiera desempeñado el personaje que ha merecido el trabajo del cincel y el buril.
Así, es lógico que al emperador Carlos lo coloquemos sobre un caballo porque a caballo anduvo en vida de un lado para otro enmendado entuertos en un imperio imposible y a su hijo Felipe le cuadra un podio inaccesible porque inaccesible fue como monarca en vida. Lo mismo ocurre con los generales y con los grandes hombres de la guerra que pueden inmortalizarse distantes, a lomos de hermosos corceles, avistando un enemigo terrible y desafiante. Pero ¿a qué viene colocar a los escritores y a los poetas o a los pintores sobre columnas o podios? Nadie está más cerca de los afanes de su pueblo, nadie acierta a interpretar más fidedignamente los sentimientos, las dudas y cavilaciones, las esperanzas y las frustraciones de la época que le ha tocado vivir como el escritor, el poeta, el pintor… ¿Por qué poner entre ellos y el pueblo que les admira distancia, lejanía, separación? ¿A qué viene exponerles como si fueran san Luis Gonzaga o la Virgen del Carmen?
Porque fueron hombres sencillos y corrientes, debemos bajarles del pedestal e instalarles al nivel de cualquier viandante porque viandantes fueron sólo que con el privilegio de llevar en sus pupilas la auténtica mirada del mundo.