Con frecuencia salta al ruedo nacional la polémica acerca de los apellidos de los niños, de su posible alteración para colocar delante el de la madre en lugar del que transmite el padre que en España es lo tradicional. Los apellidos son los clavos con los que sujetamos nuestros nombres y esos clavos nos los proporcionan nuestros progenitores como una herencia para caminar por la vida. O sea que el apellido tiene algo de manda testamentaria y de humilde código genético. El apellido es además un ser vivo porque por él corre sangre, la sangre resumida de los antepasados, que nos la traspasan precisamente en la ampolla de sus apellidos.
Ahora bien, por ser esto así, no es prudente ser rígido en esta materia ya que debe admitirse que hay quienes están contentos con sus padres o sus abuelos y quienes no lo están porque, en verdad, no es lo mismo ser hijo de un dermatólogo normal, de esos que van a jugar su partida al casino o quitan una verruga en la nalga sin ofender a nadie, que arrastrar la condición de hijo de uno de esos asesinos múltiples a quienes lo único que les distrae es matar jovencitas en la penumbra cómplice y húmeda de los parques o de los bosques. El primero, el dermatólogo, deja su apellido envuelto en recetas de ungüentos y por tanto estéril, pero el segundo, el asesino múltiple, deja un regalo envenenado que acompañará a su descendencia como un estigma. Y es lógico que la ley les permita librarse de él. Es decir que el legislador debería autorizar lo que podríamos llamar la «operación del apellido» y así de la misma manera que nos operamos de la próstata debería estarnos permitido operarnos de apellido cuando éste sea, como la próstata, una molestia o una carga insoportable. Y así iríamos al Registro civil, que sería la sala de operaciones, y pediríamos que nos extirparan el apellido paterno o el materno si es que hemos tenido la desgracia de que nuestra madre se desempeñara durante su vida como envenenadora reincidente y contumaz.
Es decir, hay que proclamar la libertad de apellidos porque no nos damos cuenta de que a los niños, cuando nacen, les aherrojamos con indelebles cadenas: esta de los nombres de sus padres y, por si fuera poco, la religión que han de profesar. Ahora que la Iglesia Católica habla tanto de libertades (olvidándose de su pasado, no del remoto de la Inquisición, sino del más reciente de las persecuciones a los liberales de san Pío X o de la expulsión de su cátedra del teólogo Hans Küng) debería pensar en esta cuestión de los apellidos y, de paso, prohibir que a los niños se les bautizara apenas nacer pues una elección de tanta enjundia debería quedar aplazada para el momento en que hubieran superado las pruebas de la selectividad. En el seno de muchas familias, hay otra forma más de encadenar a los recién llegados y consiste en abrirles una cuenta corriente en un Banco con lo que se les convierte en clientes de tal o cual institución financiera sin haberles preguntado por sus preferencias en ese oscuro e interesado mundo. Observamos pues cómo a un ser llorón y sonrosado, al nacer en la Residencia de la Seguridad Social, le colocamos nada menos que apellidos, religión, libreta de ahorros y, encima, algunas abuelas le cuelgan la medalla de la Inmaculada Concepción. Todo ello en un manifiesto abuso de autoridad que los jueces deberían perseguir de forma implacable.
Hasta Franco, que no fue precisamente un adalid de las libertades, intuyó esta libertad básica y a su nieto le cambió el apellido y le puso por delante el materno para que no se perdiera la franqueza de su origen. Por cierto que, coincidiendo con esta ocurrencia del general, la aguda y magnífica revista de humor «La Codorniz» sacó un número con el título «Codorniz La». Claro es que fue suspendida.
En el mundo del arte y de la creación, que es el mejor aireado de todos los mundos posibles, los cambios son completamente normales y conocemos como «La Niña de los Peines» a una señora que se llamaba Pastora Pavón Cruz y como Sara Montiel a doña María Antonia Abad Fernández. Gary Cooper era Frank James y Sofía Loren se llama Sofía Scicolone. Y así lo mismo con los toreros y los escritores y los poetas que usan seudónimos, se cambian el nombre o los apellidos, porque es esta práctica otra forma más de la creación con la que se encuentran comprometidos.
Si de ese mundo rutilante pasamos al más humilde de las monjas de clausura, vemos cómo también éstas abandonan sus apellidos en el siglo y para consagrarse a Dios adoptan otro y la que era Sánchez se convierte en la Madre Adoración de los Sagrados Clavos. Pues ¿y los cardenales que lo primero que hacen al ascender al solio es cambiar el apellido paterno por un nuevo nombre papal y pontificio? ¿Alguien conoce a Joaquín Pecci? Pues bajo ese anodino nombre se esconde nada menos que León XIII.
Permitamos pues a los hijos lo que permitimos al Santo Padre. Hagamos en fin flexibles los apellidos porque quizás así nos hagamos flexibles a nosotros mismos.