Se veía venir porque la situación se agravaba día a día: los gordos se han puesto en marcha y anuncian la guerra contra su discriminación, a favor pues del respeto a los kilos, a las altivas y desafiantes panzas y a los aspectos orondos, frutos del yantar entregado y del reposo practicado con abnegación y convicción. Ha sido en la ciudad americana de San Francisco donde el Ayuntamiento ha tomado ya las primeras medidas de protección del gordo/a como respuesta a un anuncio de un gimnasio/a que, para ganar clientes, amenazaba con el siguiente eslogan: «cuando vengan los extraterrestres, se comerán primero a los gordos». Una ciudad, como la aludida de América, proclive a creerse las especies más pintorescas, había de caer necesariamente en esta mentecatez de desprecio a los gordos, tan propia de papanatas.
No pasa una semana sin que nos salga un nuevo colectivo (como ahora se dice) de marginados, una nueva minoría a socorrer, la sociedad toda se acabará convirtiendo en una suma de pobres minorías en la que será imposible advertir dónde está la mayoría, y sin embargo, el gordo, mayoría verdadera y océano en que convergen ríos de estímulos positivos, sufre cada día la segregación más despiadada cuando no se convierte en objeto de crueles burlas, de irónicas puyas alusivas a su conformación holgada o a las hechuras de su buche. El único gordo bien visto en la sociedad moderna es el gordo de Navidad. Muchos puestos de trabajo están vedados a quienes desplacen un buen volumen y los reclamos de la moda están protagonizados invariablemente por caballeros esbeltos y damitas anoréxicas, escurridas y como escupidas, a las que dan ganas de comprarles uno de esos bocadillos de chorizo que se instalan directamente en las caderas, ese lugar excelso del pecado, boya de la lascivia, rompiente del regusto, artimaña, filigrana, fogarada de mil calores, forjadura de los mejores anhelos.
Olvidamos que, como escribía Fernández Flórez, más allá de los cien kilos no hay maldad, de la misma forma que no existen elementos patógenos más allá de los mil metros de altura o de los cien grados de calor. Edgar Neville, que era un feculento de solemnidad, túrgido como un templario, aseguraba que para saber si gozaba de una erección debía mirarse en un espejo pues que su epigastrio se alzaba en el camino de su visión como una barrera butirosa, fofa pero insolente. Entre los escritores quien está flaco y gasta formas espiritadas es que no vende.
Rossini a buen seguro no hubiera podido escribir «La Italiana en Argel» o «la Cenicienta» y, sobre todo, no hubiera podido inventar los canelones que llevan orgullosamente su nombre si no hubiera sido un hombrón con gloriosa enjundia de mantecas. Don Salustiano Olózaga, que fue uno de nuestros políticos más ingeniosos y que mejores fracasos cosechó en su época (lo cual dice mucho a favor de su éxito en la historia), dirigía la «Sociedad de amigos de la Cuchara» que es fácil imaginar no estaría compuesta por remilgados consumidores de acelgas, la comunión del tísico. Y así tantos otros.
En la actualidad los únicos artistas que se han tomado en serio los kilos y los han hecho objeto de su mimo son el pintor Botero cuyas ufanas creaciones pueblan calles y plazas adornándolas con sus destellos de satisfactoria pringue y la escritora Carmen Gómez Ojea que saca muchas gordas en sus novelas y cuyo «granate de amarilis» es un justo homenaje a las mujeres pingües y una exhortación a que abandonen complejos y pamplinas. ¿Hay algún poeta que haya dedicado una buena composición al gordo? Pues si no lo hay, es urgente convocar unos juegos florales con el gordo como protagonista.
El gordo representa la circularidad y lo circular es, en la mitología, el símbolo de la eternidad ya que no conoce ni el principio ni el fin y el círculo vicioso es un sofisma estupendo, lleno de atractivos y hechizos. Loa pues al gordo y al círculo mágico de esa banda de seda que ciñe su cintura.
– ¿como podría ganar el voto de los gordos sin perder el de los normales y delgados en kilos?
– hablando de la igualdad de todos los ciudadanos.
– anda pues es verdad.
– claro.
– muchas gracias.
– de nada.
Cuando Rossini terminó de escribir «La Italiana» o «La Cenicienta» todavía no era el hombre gordo que solemos ver en las imágenes suyas de su última época en París. Si acaso un joven algo rellenito.
En cualquier caso, algo podemos dar por seguro: gordo o no, era un hombre feliz, muy feliz. De lo contrario, jamás podría haber escrito unas óperas tan geniales, alegres y divertidas.
No siempre el tamaño de vientre es sintoma de poseer un buen carácter y una desbordante jovialidad, pero en el caso de Rossini sin duda lo era.