Los resultados de las elecciones celebradas el domingo han provocado tristezas y regocijos en dosis diversas entre votantes y líderes políticos. Y han generado una retahíla de enjundiosos análisis que basculan cadenciosamente entre la idea de la repetición de elecciones o un nuevo gobierno multicolor tiznado por el separatismo. La composición de la cámara, se nos dice, se antoja endemoniada y las opciones se reducen pues a esa alternativa.
Una mirada buida sobre los datos revela empero una solución mucho más razonable y más sencilla que todas las cábalas de embolismáticos pactos que se puedan barajar: la gran coalición entre el PP y el PSOE. La mera mención de esta posibilidad genera aspavientos y risotadas entre buena parte de los analistas políticos, pues dedo índice en ristre, nos afirman que tal solución es imposible, nunca queda claro si por deficiencias genéticas de los españoles o por otras causas más pedestres. Conviene sin embargo no olvidar que, con igual contundencia, hace cuatro años estos mismos analistas concluían que un pacto PSOE-Podemos para el gobierno de la nación nunca se produciría.
Mirados los datos al trasluz de esta opción pronto se descubren sus razones y sus virtudes. Ambos partidos son (junto con Bildu) los únicos que han crecido en votos y en escaños. Ambos partidos reúnen juntos casi dos tercios de los votos emitidos y casi tres cuartas partes de los asientos en la cámara baja. Ambos partidos gobiernan además ya al alimón nada menos que en la Comisión Europea y de facto operan casi como una unidad en el Parlamento europeo y ello porque comparten una visión similar y acompasada sobre la mayor parte de las grandes cuestiones que nos afectan (UE, atlantismo, estado de bienestar, división de poderes, etc.).
Las virtudes son también cristalinas: una estabilidad política garantizada durante una legislatura y una capacidad de llevar a cabo grandes reformas con visos de perdurar en el tiempo. Seríamos incluso más europeos, pues esa forma de gobierno ha sido la usada con profusión durante décadas en buena parte de los países de Europa occidental. Qué duda cabe que una gran coalición no es un camino sencillo, pues en ella se amontonan infinidad de peligros para un régimen parlamentario. Pero las otras opciones resultan mucho más estrambóticas y sus virtudes, inexistentes.
Para que tal empeño llegue a buen término son obviamente necesarios algunos movimientos dolorosos para ambos. El PP tiene que aceptar que ha ganado las elecciones por un margen relativamente escaso y sobre todo que el resto de formaciones no tiene la obligación de permitirle sin más gobernar. Feijoo ha de proponer un gobierno paritario, presidido por él por ser el partido con más votos y con más diputados, con el gran partido de la oposición. Y esto es obviamente lo que ha de asumir también el PSOE: que a pesar de tener, excepto las encuestas, todo a su favor (la Moncloa, un chorro casi ilimitado de gasto público con cargo a la UE, un ecosistema mediático muy domesticado), sus resultados son realmente muy escuálidos. El PSOE tiene que saldar otro compromiso histórico: saber qué quiere ser de mayor, es decir, un partido político con un programa serio dispuesto a defenderlo contra las extravagancias inconstitucionales de los reaccionarios partidos nacional/separatistas o un partido con la cerviz doblada ante jugadores de ventaja en la mesa de las apuestas y los chantajes. No le será fácil pero estudiando historia y leyendo libros sesudos –no tuits– se puede conseguir.
La obligación de Feijoo es por tanto ofrecer a la mayor prontitud un acuerdo que bascule sobre los grandes ejes programáticos que él mismo propuso en campaña. Un pacto institucional para mejorar la calidad de nuestra democracia, mimando tanto la división de poderes como la independencia de los organismos de control. Otro relativo al estado de bienestar, que garantice la viabilidad de la sanidad pública y la estabilidad de la educación para las próximas generaciones. Un tercero relativo al saneamiento económico al que se le uniría otro referente a que las familias tengan mayor capacidad para hacer posible la conciliación. Y finalmente, tal vez el más complicado, dadas las frivolidades actuales de la cúpula socialista, un pacto territorial destinado a fortalecer la España de las Autonomías, mediante un diálogo multilateral que permita adoptar decisiones comunes sobre asuntos comunes.
En resumidas cuentas, aunque se repita que el gobierno de España depende inevitablemente de un prófugo de la justicia y cuyo proyecto político es desmembrar el país, lo cierto es que nada obliga a ello. En las manos de los dos grandes partidos está el evitarlo. Sin duda alguna, para ello Sánchez tendrá que hacer uno de sus ya archiconocidos “cambios de opinión”. Pero nadie duda de que será capaz de tal hazaña y todo indica que, además, sus votantes se lo premiarán alborozados. Qué mejor ocasión que esta.
Si, con todo, esta fórmula se malogra y don Felipe se ve obligado a encargar la formación del gobierno a Sánchez, el líder popular le debe ofrecer sus votos para que no le contagien las sustancias tóxicas que desprenden esos citados jugadores de ventaja.
(Publicado en el periódico Expansión, el 25 de julio de 2023).