Los aplausos se dividen en dos grandes grupos: los dignos y los indignos.
Son los primeros aquellos que se dispensan a un actor de teatro al que vemos recitando los versos de una comedia de Lope de Vega o a una soprano cantando el aria “Ah, non credea mirarti” de “La sonámbula” belliniana. O a un torero que, con las zapatillas fijas en el albero, recibe a un toro engallado de quinientos kilos con unas verónicas plenas de sol y canción.
Son los segundos aquellos que se dispensan al jefe de la oficina como pago a la pitanza porque estos son aplausos canallas, hijos del soborno y nietos de la gorronería limosnera. Quienes los practican son sacerdotes de la lisonja mercenaria y habitan el templo donde se reza a todo lo que de mostrenco hay en el ser humano.
Son bachilleres en cartas trucadas, licenciados en histrionismo asalariado y doctores en disfraces carnavaleros.
Llevan la librea del dependiente y la mueca del fámulo.
Son espíritus amordazados, demagogos que venden excrecencias políticas a tanto el voto.
Llevan puesta con gusto la boina de la humillación y aceptan posar para la historia como desechos de un tablado que se desmorona entre la vileza y la ignominia de los embustes.
Oyen el runrún del mando, el sonido de la nómina y el tintineo de la prebenda con arrobamiento de villano.
Son todo doblez, ondulación, flexibles y plegables, maestros en el encogimiento ante el poder, raudos a la hora de abandonarlo en cuanto se tambalea.
Por eso participan en los certámenes del disimulo y se llevan todas las flores naturales que premian el fingimiento.
El aplauso, que en las personas dignas es cortesía, reconocimiento y gentileza se convierte en quien practica el aplauso indigno en signo de mansedumbre, en estandarte de domesticación, en expresión chabacana de chalaneo.
Son personas estas marchitas, secas en sus entretelas resecas, esfinges curvadas por el obsequio al poderoso, el cimbreo ante quien paga, ante quien rellena las listas electorales y ante quien mangonea nombramientos y sinecuras.
No piensan sino que practican la modorra de los tópicos con los que yacen sabedores de que sus frutos alimentan la cuenta corriente.
Tienen como numen al borrego, admiran por su dureza al nogal y como juego dominguero son devotos de la noria en la que practican los altibajos que procura la miseria de una vida alquilada.
Y los más aventureros adoran como santo tutelar la cucaña porque les permite trepar con emoción pues que al final se vislumbra la recompensa de la poltrona en la que dormitar su mediocridad.
Practican la obediencia del fraile pero no su disciplina mística.
Degradan lo que de estético tiene el aplauso para rellenarlo con lo que tiene de hortera el servilismo mesnadero.
Una náusea el espectáculo que ofrecen en el charco de miasmas bien nutrido.
Apreciado amigo, aunque ya lo mencionas , yo veo un aplauso histérico, falso, interesado para seguir cobrando lo que no se sabe ganar. Es un aplauso que degrada esa emoción que describes al finalizar una representación artística de gran nivel, por el creador y los intérpretes
Sería, en otra forma , las lágrimas emocionadas que observé en aquella chica japonesa , cuando, en el Louvre, quasiadoraba la «victoria alada», o de Samotracia. O cuando ,en soledad, ves la maravilla de la imagen de Cristo de Velázquez.
A veces, Dios habla por la pluma de alguien, ante una situación profesional injusta, por casualidad, leo sus líneas del aplauso y me emociona su análisis acertado del inútil agradecido con el de arriba y ruin con todo lo demás. Saber que personas tan preparadas como usted piensen así hace que, por una parte, me reafirme en que a la ignorancia, a la maldad, a la injusticia, se la combate con la ética, la decencia y la preparación intelectual. También con humor, que se suele dejar en el tintero.
Gracias por recordarme que no estoy solo en la lucha diaria.