Circula por los medios televisivos un señor de nombre Víctor y de apellido exótico – entre holandés o flamenco- que se presenta como “conferenciante motivacional y coach”.
Natural es que con tales credenciales se lo rifen para comparecer en público y exhibir ante él sus habilidades. El tal público queda extasiado ante su ingenio y sale dando brincos, en plena exaltación oratoria, como salíamos de pequeños del cine pegando tiros tras ver una de las películas de John Wayne.
Tiene esto mucho mérito, primero, porque las conferencias ya no se llaman así sino “presentaciones” y, segundo, porque ahora se dan a través de artilugios electrónicos, sin público visible. Se trata de una experiencia traumática – yo la he vivido más de una vez- en la que quien habla se dirige a unos rostros congelados y en donde faltan los ingredientes más sustanciosos de estas ceremonias.
Así, falta el agua en la mesa que Ramón Gómez de la Serna decía estar destinada a que, con un poco de suerte, se ahogara en ella el conferenciante. Y falta el calor del público, su carraspeo o sus desafiantes toses, sus siestecitas, sus bostezos … pero sobre todo falta el aplauso vívido que es – era- el combustible del conferenciante pues sin él toda la conferencia se derrumba en un angustioso soliloquio. Téngase en cuenta que el aplauso es la estrella polar de quien conferencia, su razón de ser, la culminación sacra de la liturgia de esa misa laica.
Sin agua en una jarrita y sin ese aplauso fidedigno, cortés o entusiasta, la conferencia no pasa de ser una forma pedante de hacer gárgaras.
La conferencia de antigua vitola era además una pausa en la vida ajetreada, una ocasión para ir a la peluquería y tomarle el pulso al saber y advertir por dónde andaban las modas. Y es que el ateneo o el círculo donde se daban las conferencias tenían el aire de los salones de moda donde, quien se exhibía con las últimas creaciones, era el conferenciante en pleno caracoleo en torno a las cuestiones flamantes y batallonas.
Si las conferencias siguieran siendo tales, y no presentaciones, y si el público siguiera existiendo y no fuera una fila de retratos inanes manejados por un ser remoto, sin rostro, llamado el “administrador de la sesión”, en definitiva, si las cosas fueran como antes, a mí me gustaría dar una conferencia sobre algún tema actual. Hay muchos pero escogería el de la “desinflamación”.
Ya he advertido en estas Soserías que yerran quienes sostienen que España no ha aportado a la teoría política más que banalidades pues todos sus ingredientes serios se deberían a los pobladores de países de herejes (Inglaterra, Alemania etc).
Reivindiqué en su momento la idea, genuinamente hispana, de “arrimar el hombro” que, tal como expliqué, consiste en que la oposición, representada en el Parlamento, acate mansamente lo que conviene al Poder constituido. Observé cómo el hombro, que no había servido más que para acumular esas lesiones que son el sueño del fisioterapeuta, se ha dignificado con esta nueva función, la de arrimarlo, para que no se venga abajo el Gobierno, lo que suele causar muchos sinsabores, especialmente en la vida de los ministros que lo componen.
La nueva y deslumbrante aportación se la conoce como “desinflamar” que se halla emparentada con otro hallazgo del pensamiento español, el de la crispación. Desinflamar sería así la acción contraria a crispar a la que se dedican quienes no tienen más misión en la vida que irritar o exasperar desde los irresponsables bancos de la oposición.
En mi conferencia teorizaría sobre las virtudes que ofrece el rezo de las cuentas del rosario de la desinflamación porque conducen a dar al inflamador todo lo que su exaltación exija de la misma manera que damos al sediento el agua que su organismo necesita.
Y, como el conferenciante motivacional que invocaba al principio, me dedicaría a ejercer el “coach” que es el boca a boca con que asiste el experimentado al principiante.
Y por esta vía me haría poco a poco un hueco en la corte de los papanatas y los badulaques.