La Ley educativa o un desaguisado

Si hay algo que contribuye a devastar la política es la aprobación de leyes básicas para la convivencia por el sistema de la imposición de una parte del hemiciclo sobre la otra. Se trata de un método que supone el uso, como procedimiento parlamentario, de la victoria belicosa, del trofeo que enarbolan y exhiben unos contra otros. Es el “trágala” de tan funestas consecuencias en la historia de España, aplicado de manera implacable a lo largo de nuestros enfrentamientos desde el siglo XIX. El “trágala” es el proyectil de los gobernantes que abusan. 

¿Qué es lo que una autoridad prudente – es decir, la que quiere evitar desaguisados- debe hacer cuando tiene entre sus manos la necesidad de llevar a las Cortes una ley delicada por la singularidad de la materia que aborda, por la sensibilidad que genera entre la población, por los intereses que enfrenta, por las emociones mismas que suscita? En un sistema democrático la contestación parece sencilla: su brújula ha de ser la de extremar los esfuerzos para alumbrar un texto en el que se refleje el máximo acuerdo entre las fuerzas políticas y, si se puede, solo si se puede, la máxima avenencia también con los representantes de los intereses encontrados que anidan en la sociedad. No defiendo por ello el consenso bobalicón, usado como aliviadero de quien no tiene una idea clara en la cabeza. El consenso es un método, no un fin. Sí defiendo, y con vigor, la necesidad de alcanzar la concordia – como se decía en los debates parlamentarios antiguos- más ancha posible entre los actores políticos, aquellos que representan – en nuestros modelos- los valores y los intereses generales.

Cuando esto es posible en términos razonables, esa autoridad debe poner todo su vigor en llevar a buen puerto el proyecto que tiene entre manos. Si, por el contrario, se atasca porque las posiciones se hallan demasiado enconadas, debe armarse de paciencia para pulir asperezas y, si no lo logra, debe abandonar su propósito aun a costa de tener que aceptar que sus tribulaciones han resultado estériles.

Este comportamiento prudente es el que se ha echado de menos en la responsable de la educación, una ministra que – lo tenemos muy comprobado los ciudadanos- se comunica con sus semejantes practicando formas rudimentarias de la oratoria. Aunque no se puede descartar que esta deficiencia la supere con la práctica ministerial. La falta de acuerdo, básico como estamos viendo para culminar una operación de este porte, se ha demostrado en la votación que se produjo ayer y que se veía venir desde lejos. Ha conseguido esta mujer concertar, para oponerse a su proyecto, a fuerzas políticas que practican habitualmente entre ellas el encono ideológico, la distancia sentimental y la virulencia verbal. Solo ha allegado la aprobación de los partidos de su gobierno y de los separatistas. 

Por no contar ni siquiera se ha molestado en recabar la opinión del Consejo de Estado que es competente cuando se trata de “proyectos de especial trascendencia o repercusión”.

A la vista de este modo de proceder, es lícito hacerse la pregunta de para qué sirve este Alto cuerpo consultivo cuando se le escamotea un asunto como el de la educación. Se afanan en el edificio de la calle Mayor letrados que han superado durísimas pruebas, también competentes juristas con una amplia experiencia en asuntos precisamente de Estado. ¿Para qué? ¿para informar expedientes y ver cómo se le evita en cuestiones significativamente sensibles?

No es una casualidad que todas las demás leyes predecesoras de la actual y que componen – por cierto- esa hilarante lista de acrónimos, fueran informadas por el Consejo de Estado. ¿A qué viene la actual desconfianza? No contento el Gobierno con este desaire a institución tan distinguida, la tramitación se ha hecho en las Cortes por el procedimiento de urgencia de manera que se han votado miles de enmiendas en un alocada carrera cuya razón de ser nadie conoce.

¡Ay de un Gobierno que desconfía de las instituciones antiguas, guardianes de la sabiduría y la prudencia!  

De otro lado, que el texto aprobado ayer haya contado con el respaldo de los separatistas no puede extrañar sencillamente porque se ha dado el golpe de gracia a un instrumento capital de la ordenacíón educativa en España: la Alta Inspección. Cuando se hizo el pacto constituyente, se distribuyó la educación con gran generosidad hacia las Comunidades autónomas. Sabedor el legislador del material explosivo que se ponía a su disposición, sobre todo en el caso de aquellas en las que están presentes potentes partidos nacionalistas cuyo lema es la deslealtad con el Estado, se construyó esa figura de la Alta Inspección: para conjurar excesos y desmanes.

El invento, hay que decirlo y lamentarlo, no funcionó. Y no funcionó desde la presidencia de Adolfo Suárez hasta hoy. ¿Por qué? Sencillamente porque no ha habido voluntad política para que sirviera al fin que tenía atribuido. No hace falta ser un agudo pensador político renacentista para aventurar la causa: la dependencia enfermiza y crónica que los Gobiernos españoles han sufrido respecto de los partidos nacionalistas. Consecuencia, a su vez, del hecho palmario de que los partidos nacionales que han gobernado España se han negado tercamente a modificar un sistema electoral que refleja de manera muy deficiente la voluntad del pueblo español.

El desaguisado aprobado ayer en el Congreso ha supuesto el lugar de arribada de una experiencia fallida por haber sido desnaturalizada consciente y alevosamente por los Gobiernos de España. Dijérase que ahora han caído las máscaras, justo cuando nos vemos obligados a llevar mascarillas.

En definitiva, una ocasión perdida para intentar poner de acuerdo a los españoles. Continuará el mal sueño de nuestras desdichas. Poblado encima por pendencias que muchos se esfuerzan en avivar. 

(Publicado en el periódico Expansión el día 20 de noviembre de 2020).

Publicado en: Artículos de opinión, Blog

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