Quien desee vivir aventuras puede echar mano, ahora que estamos en plena épica oriental, de Las mil y una noches y retomar de sus páginas a Alí Babá y a los cuarenta ladrones o a Aladino o a Sindbad el marino y recrearse en las calles de Bagdad o de Basora o en las escenas de harén, ese espacio mítico donde se desarrolla la vida de las mujeres, inspiración de tantos artistas como es el caso de Renoir que nos dejó una odalisca vestida, entradita en carnes, que está tumbada otorgando a las piernas ese ángulo preciso que es el apto para despertar las ensoñaciones más inmediatas y urgentes. Y disfrutar con la treta inacabable de Scherezade (o Scharazad), que musicó Rimsky – Korsakov, decidida a escapar de la muerte de la manera más ingeniosa, es decir, contando cuentos al verdugo a quien embelesa y deja en suspenso.
El suspense, que luego se popularizaría con los maestros modernos de la novela policíaca, tiene en estos cuentos orientales nobles precedentes y crea una de las vetas más creativas de la literatura. Simenon, por ejemplo, que es el Nobel sin Nobel, la mejor manera que existe de llevar la carga de ese premio hiperbóreo y frío, ese Simenon que nos dejó pintados aquellos asesinos provincianos, tan metódicos ellos, tan modositos, asesinos que asesinaban como quien no quiere la cosa, por obligación y el simple placer de dar un poco de color a la vida, tan aburrida y repetitiva en aquellos años, llenos de muertos vulgares. Al igual que Maigret, el ejemplo de personaje que devora a su autor con la servilleta anudada al cuello y los cubiertos de su personalidad, quien descubría el crimen perverso entre cerveza y cerveza o tomando el Père Magloire o limpiando la pipa que se le había llenado de las hebras del tabaco porque hay una especie de simetría en las novelas de Simenon entre el asesino y su descubridor, ambos empeñados en que se les note lo menos posible y en hacer poco ruido, uno con su asesinato limpio, el otro con sus pesquisas y al cabo con su descubrimiento.
Así deben discurrir las intrigas policíacas, con la serenidad que es propia del delito bien planeado y ejecutado, sin alharacas ni excesivos dengues, y con el muerto colaborando activamente, quietecito en su armario o debajo de la cama o sobre la alfombra que pide a gritos la tintorería porque se ha puesto perdida de sangre. Un triángulo como se ve perfecto: muerto, asesino y policía, todos buenos burgueses, los tres buenos vecinos, a ser posible con la contribución al día y los deberes hechos para estar presente en la siguiente novela donde han de volver a salir recién lavados, vestidos y peinados. Con los detalles justos y el ritmo adecuado que no puede ser ni el desbocado de algunas novelas de aventuras ni el de Proust con su magdalena y ese té desaborío que se queda helado sino el del avance por los meandros de la acción con el pulso apropiado, con el número de páginas pertinentes, con la lluvia normanda en sazón, sin mojar más que lo justo para lubrificar los acontecimientos y dar a las calles su pátina de humedad melancólica y desganada. O la lluvia de París que también sale mucho en las novelas de Simenon pero siempre como si fuera una provincia tímida porque no vemos de la gran ciudad más que un barrio o una manzana de casas y eso está pensado para que los personajes no se pierdan por el centro que está atascado de historia, de reyes y de revoluciones y tengan siempre la estatura propia de la trama en la que están participando.
Hay una diferencia muy grande entre este Simenon de cuatro trazos y un final de filigrana y esos pelmazos que nos cuentan historias muy largas donde al cabo no pasa nada que no se hubiera podido decir en menos espacio. Para mí a la sangre fría de Truman Capote le sobran páginas como a las novelas de Agatha Christie le sobran personajes, aunque estos sean entrañables y rurales y se dejen llevar por esa desidia tan elegante de la campiña brumosa o incluso sean eclesiásticos indolentes que practican una fe poco comprometida y burocrática. Porque la muerte es larga, el crimen ha de ser corto y en tal sentido prefiero algunos de los relatos que recopilaron Borges y Bioy Casares, dos exquisitos del género que hubieran dado todo su talento literario por saber cometer un crimen memorable de esos que dejan buen sabor de boca, de pastel bien horneado, de obra de arte, un delito del virtuoso que acierta a marcar los tiempos: andante, allegro etc. … Por estas tierras se conoce menos a un gran autor alemán que se llama Herbert Reinecker que ha dejado relatos y guiones memorables para series de la televisión. ¿Quién es este hombre? No lo cuento ahora porque también este es un artículo de suspense.