Forajidos hay en la sociedad que se burlan de las leyes o que las estiman pero lamentan su incumplimiento. Hay una literatura de menosprecio a las mismas como la hay también de elogio a sus virtudes. Se habla del “imperio de la ley” como se habla del imperio austro-húngaro o del imperio romano, es decir, como algo monumental, el objeto de estudios minuciosos aptos solo para ser presentados ante los sabios de las ANECACAS, esos sujetos que, por modestia científica, se esconden tras el anonimato para decidir el destino de miles de estudiosos nada anónimos.
La ley, se dice, es puro artificio, melindre de abogados y procuradores, de arbitristas soñadores, de truhanes rellenos de palabrería y de latines mal declinados y conjugados, de avarientos de porfías, de pícaros aquerenciados en las tablas del dinero … y por ahí seguido. De manera que las leyes, que pudieron ser benéficas, se convierten en estas manos en asperezas y ponzoñas.
Y, sin embargo, no es justa esta descripción. Las leyes sirven para que los humanos no andemos mordiéndonos el pescuezo los unos a los otros, respetemos los saldos de las cuentas corrientes ajenas, no pasemos a mayores con la mujer del vecino o con su hija, no alentemos pendencias gratuitas ni más cizañas que las previstas en los estatutos de la comunidad de vecinos.
Ocurre sin embargo que en España, por más revoluciones que hemos vivido, por más rousseaus, montesquieus y kantes que hayamos leído, muchos tienen la sensación de que la única ley aplicada a diario es la ley del embudo. Será este de metal, de plástico, de oro y pedrerías pero nunca dejará de ser un embudo. “Para mí lo ancho, para ti lo agudo” es su artículo único añadiendo su disposición derogatoria que quedan anuladas todas las que se opongan a semejante atropello.
La situación es de tal naturaleza que incluso al Gobierno actual se le acusa – sin el respeto que merece- de aplicar a los asuntos en los que pone sus filantrópicas manos el desabrido embudo. Y así se dice que nombra a sus amigos para altos y bien retribuidos cargos sin que nos demos cuenta del sacrificio que supone asumirlos, que distribuye subvenciones y canonjías en función del color político del agraciado y no sé cuántas trapisondas más, todas igualmente abominables.
Si esto fuera verdad, la pregunta pertinente sería: ¿es posible que sus miembros / as no tengan conocimiento del significado que los teóricos más exquisitos han dado a la ley y de los valores de equidad y justicia que encierra? No, no es posible. Entonces ¿qué ocurre? ¿por qué impera el reino de ese embudo arbitrario?
Pues porque el Gobierno lo que requiere, y le asiste la razón, es tiempo y paciencia. De momento está aplicando la ley del embudo y además lo hace de forma minuciosa, sin que se le pueda coger en quebranto alguno de la misma. Pone en ello sus mejores maneras y sus más aquilatados desvelos. Nadie puede, con la conciencia limpia, acusarle de lo contrario y quien lo haga incurre en bellaquería propia de quienes viven del bulo y de la postverdad, de quienes se han convertido en desaliñados buhoneros de la caverna.
La ley del embudo recibe por ello honores a diario en las esferas del poder y del parlamento, gallardea con las lisonjas de los ministros y se deja manosear por rapiñeros encumbrados de variada condición, por zurcidores de las mejores trapacerías del Reino.
¿Qué más se puede pedir?
En puridad, nada. Porque preciso es atender las buenas razones gubernamentales que piden tiempo. De momento se están habituando a aplicar con pulso certero la ley del embudo pero nadie puede descartar que algún día descubran otras e incluso el mérito y la capacidad para nombrar autoridades y prebendados.
Los españoles no disfrutamos del imperio de la ley pero sí del sultanato de la orden ministerial. Por algo se empieza.