Procede hoy analizar un problema del máximo interés y de la mayor relevancia para la sociedad, a saber, el de la presentación de nuestro patrimonio capilar que siempre ha sido signo distintivo de las épocas de la historia. Casi se puede decir que esta, la historia y aun el mismo sucederse pausado y contumaz de los siglos, no es más que una excusa para exhibir todos nosotros la conformación de nuestra cabellera. La Edad Media trajo sus peinados como los trajo el romanticismo o el cubismo. No hay más que ver el aspecto de Bach, el de Mozart o el de Verdi para convenir que, detrás de la disposición de los pelos, hay mucha enjundia y buena parte de los enigmas de la Humanidad. Ya que hablamos de músicos, el único que no pudo hacer florituras en su cabeza fue nuestro Falla al que vemos en el retrato de Zuloaga con una calvicie imperativa, estigmatizadora, el precinto como si dijéramos de su arte magnético y juguetón. Un poco como le pasó a Juan Ramón Jiménez que también fue motilón y yo creo que toda su inquina hacia otros colegas de pluma y de rimas, venía de su envidia hacia sus cabelleras abundantes, sedosas y, en cierto modo, barrocas. ¿Cómo entender, si no es desde estas premisas, sus críticas a Lorca o a Alberti, ambos en disposición de regalar mechones, rizos, guedejas y bucles?
El calvo ha pasado hasta ahora un calvario pero este tormento es cosa del pasado pues los avances genéticos permitirán advertir a cualquier mujer su propensión a parir un calvo de solemnidad, uno de esos calvos de epopeya, con lo cual en su mano queda aventurarse a un embarazo o descartarlo para no ser madre de un glabro que necesariamente habrá de recurrir a ese postizo maldito que siempre se desprende en los momentos más comprometidos y en aquellos que más necesario resulta componer una figura gallarda y plausible.
El siglo XIX fue el siglo de las barbas, fluyentes, copiosas, como un mar que llevara en sus entrañas la sabiduría y el buen criterio. Quien no se dejaba barba allá cuando la revolución liberal corría el riesgo de adquirir una sólida fama de chisgarabís y arruinaba sin más sus posibilidades de hacerse un nombre respetable y fundar sobre esa piedra angular una familia positiva. La cosa capilar se fue complicando con la aparición en escena de personajes como Napoleón III que gastaba bigote y perilla y que, por su elevada posición imperial, influyó mucho en la sociedad europea de su época. La perilla ha estado muy cerca de la mosca, siendo esta acaso más pequeña. Pero la decisión de adoptar mosca o perilla ha sido siempre una de las encrucijadas mayores en el destino del hombre porque había que analizar concienzudamente la disposición de la nariz, la conformación del belfo, la existencia o no de papada o sotabarba, en fin, la misma tendencia a estar flaco o a engrasarse por mor de los capones no resultaba indiferente a la hora de tomar una resolución tan comprometida. Con perilla o barbilla se adornaron personajes inolvidables como el general Prim que la llevaba satánica, conspiradora, propia para instigar enredos, mientras que la de don Antonio Maura era conservadora y esponjada precisamente porque estaba pensada para ejercer la probidad mallorquina y peninsular. Si Maura quiso hacer la revolución desde arriba fue para que nadie osara tocarle su barbilla pues el primero acto revolucionario que hubieran acometido los obreros de la época hubiera sido cortársela y dejarlo lampiño. ¡Maura, lampiño! ¡La Historia de España, al revés!
Pues ¿y la patilla? Muchos la emplearon y en los grandes retratistas del XIX, Vicente López o los Madrazo, vemos a personajes encopetados con patillas de mucha envergadura, que podían adquirir también mayor frivolidad, pues era posible confeccionar en ellas ciertos rizos que las ahuecaban otorgándoles un carácter artístico más acusado.
No he podido abordar otras formas como la del bigote y la barba – collar que quedan para otro día. Sí quisiera subrayar que en nuestros días existe una gran variedad de caprichos capilares pero todos ellos se manifiestan sin excesos, como si nos hubiéramos hecho más francos y virtuosos. O acaso es que estamos simplemente en una época tibia, de transición.