Las vacas son nuestra pesadilla, tan apacibles, tan bucólicas ellas, los prados verdes, los pastores, Salicio, Nemoroso, la vaquera de la Finojosa, lo mejor de nuestra tradición poética antigua está ahí hasta llegar a Maragall que escribió el poema “la vaca ciega”, todo lirismo, todo ruralismo… Maragall y Alcover son los dos grandes poetas del modernismo, y es bien seguro que ellos, dos personas instaladas en la sociedad, con títulos de la Deuda y los hijos en el bachillerato (lo contrario pues del poeta “maldito”, sablista y trincón), se comieron buenos filetes en Barcelona y en Palma de Mallorca y jugosos estofados de vaca y esos riñones de ternera que hay que cortar en rebanaditas sutiles y armoniosas para que logren su objetivo de eliminar pesadumbres a su alrededor y dejar en los comensales huellas de misteriosa nostalgia.
Desaparecerán oficios, familias enteras se verán abocadas a la ruina, muchos profesionales se entregarán a la inactividad más lamentable, todo esto debemos resolverlo entre todos, pagando y compensando a estas gentes de la manera más generosa posible el agujero que se ha hecho en sus vidas porque estamos ante una catástrofe sin paliativos que bien merece nuestra solidaridad.
Pero luego está afectada una de las zonas más sensibles de nuestra cultura, la gastronomía, en sus manifestaciones más selectas, el chuletón de Ávila, el osso bucco, las salchichas en sus formas más caprichosas, el glorioso solomillo que en los grandes restaurantes toma el nombre francés, hermoso, evocador, de chateaubriand, el noble autor del “genio del cristianismo” y de las “memorias de ultratumba”, un caballerazo, algo pesado pero muy en su papel de reaccionario antiguo e impasible. ¿Quién recordaría hoy a este ingenio de las letras si no se hubiera ocupado además de inventar el armonioso trozo de carne que lleva su nombre? Hoy, cuando a la literatura la han pasado por encima varios -ismos, todos igualmente revolucionarios y todos al cabo igualmente conservadores, ya nadie lee a Chateaubriand pero quien puede se zampa (se ha zampado hasta la crisis del mal agüero) un chateaubriand acompañado, a ser posible, de un burdeos de gran añada.
Pues ¿y el cordon bleu? Hay quienes se pelean por el lazo de Isabel la Católica, por el cordón de esta o aquella benemérita Orden, yo he batallado siempre por tener bien cerca un cordón “bleu” pues me parece el más fino y apetecible de cuantos cordones existen, excluido naturalmente el de los zapatos y el umbilical, indispensables en toda vida que quiera albergar una cierta consonancia y un razonable equilibrio.
El chuletón de Ávila es (ha sido, ay) poder, verdad, fuego, espacio, movimiento, arte… ¿Que será de nosotros sin él? De aquella tierra nos queda Santa Teresa, no está mal, pero el chuletón era precisamente el contrapunto del misticismo y, por eso, su colaborador más preciado. De un arrebato místico solo se ha salido con seguridad con la ayuda del chuletón porque el chuletón ha sido el mismo misticismo solo que al revés, el anverso y el reverso de una misma y única disciplina.
No acaban aquí las desgracias pues los científicos acaban de descubrir el genoma completo del arroz, más de cuatrocientos millones de pares de bases, una barbaridad cuyas consecuencias son de temer. Si durante tantísimos años de ignorancia hemos sido capaces de confeccionar un delicioso arroz a banda, o un arroz con verduras o al horno, de aparejar los trebejos de fuego y mimo para dar con una señera paella, o de hervir el mismo arroz para hacerlo blanco como si llevara una túnica virginal y estuviera dispuesto a desposarse con unos huevos fritos y un chorizo sangrante ¿a qué viene ahora estar indagando acerca de la intimidad genética de la apacible gramínea? ¿No se cabreará por andar en cochinadas y nos mandará un mensaje que nos suma también en la desesperanza?
Por eso mi propuesta es clara: ayudas abundantes a los ganaderos y lo demás no meneallo. Está en juego la mesa, el único placer plácido que merece el plácet.