Ahora que vamos a ser todos clonados por científica mano y acabaremos vistiendo el uniforme de clonado como antes vestimos el de alférez de la milicia universitaria, ahora, digo, es el momento de reivindicar la diferencia entre los humanos, la distancia abisal que nos separa a unos de otros, nuestra fatal diversidad. Y para ello nada mejor que usar las armas del arte, que no hay región donde el hombre se manifieste más distinto a sus semejantes que cuando empuña una pluma o un pincel o escribe en un pentagrama. La globalización, de la que tanto se habla ahora, convertida ya en el medio de vida de unos cuantos apóstoles, bien pesados por cierto como suelen ser todos los apóstoles que en algo se tengan, viene de mucho atrás, viene por lo menos de cuando un señor del Japón se embelesó leyendo la Ilíada y de cuando una señorita de Australia se compró y degustó el Hamlet o el Quijote. Es decir, que la literatura es la verdadera globalización, la globalización avant la lettre que dirían las gentes de París, y así fue globalizador sin saberlo el joven ruso que leía a Baudelaire y el tísico francés que se tragó sin pestañear Guerra y paz. Proust o Musil, y antes Fontane o nuestro Pérez Galdós, han hecho más por la globalización que esos apóstoles actuales antes mencionados que escriben sesudos rollos en los periódicos, bien embutidos siempre de palabrejas yanquis y de anacolutos.
Pues ¿y la música? Cuando se ve en un auditorio a un japonés (ahora todos los músicos y los cantantes de ópera son japoneses) interpretando el concierto para flauta y arpa de Mozart o a una chica de rasgados ojos orientales atreviéndose con el aria Una voce poco fá del Barbero de Sevilla, es cuando nos damos cuenta de que el mundo en verdad es, como dicen las abuelas entrañables, un pañuelo, y un pañuelo con mocos compartidos por la humanidad toda. De nuevo es preciso volver a la regla: Bach o Schubert o el citado Mozart fueron, sin salir de sus domicilios alemanes o austriacos, más globalizadores que todos los Internets del mundo pues, sin necesidad de intervenir en chat alguno, hablaron y hablaron con sus contemporáneos y siguen hablando todavía hoy con todos nosotros dejándonos a diario mensajes en nuestros contestadores automáticos, mensajes de oro, el perfume y el brillo de sus divinas locuras. Recuerdo el día en que comprobé hace ya años, en Viena, cómo vibraban con idénticas emociones personas de los cinco continentes que asistían a una velada en la que una orquesta (a su vez, de procedencia abigarrada) interpretaba valses extraídos de las operetas de Offenbach, de los Strauss, de Léhar…
Como se ve pues pocas novedades se nos pueden ofrecer acerca de lo que es la verdadera comunidad de pasiones, ese hecho abstracto y a la vez bien real de sentirnos cercanos los unos a los otros, de advertir nuestras proximidades y nuestro aliento que se llena, con la literatura, con la música, de resonancias comunes, como se llena el buñuelo de crema por la mano hábil del pastelero. Que, al cabo, todo eso, la poesía, la prosa, la ópera, no es más que la crema pastelera de nuestras vidas de viento y al viento.
Y, como un prodigio o como una paradoja, junto a lo universal, lo particular, lo que nos diferencia y distancia a unos de otros pues todos nos hallamos de forma permanente ante el precipicio de nuestras divergencias, ricas algunas, mezquinas, ay, las más. Agavillados en apariencia, marchamos en rigor desplegados en guerrilla, cada uno a la búsqueda de su sorbo particular de vida. La mejor forma de comprobar este aserto es leer entrevistas a gentes que tengan algo que decir, gentes con interés, no interesadas, única cada una de ellas. Un género literario, el de la entrevista, bien descuidado pero que a veces encuentra orfebres de verdadera talla. A través de estas conversaciones despaciosas, sin tiranías de horarios, metemos en el scáner a un artista y sale de él listo para enseñarnos fisiología, patología y anatomía. La entrevista es una variante de la exploración, arte pues de pionero, de boy-scout, de quien gusta de adentrarse en terrenos ignotos para meterles la sonda de la palabra.
Lo común, lo diverso, lo global, París, la aldea: la vida.