En las pasarelas de la moda en París se viste de harapos, en plan «sin techo», en una reivindicación inesperada del «clochard» y de su forma de vida austera y mínima. Esta es la última contribución de los modistos abandonados por la imaginación y por ello obligados a copiar la miseria que ven bajo esos puentes urbanos de ojos silentes y ateridos, y también en las noches castas y legañosas de las estaciones de metro, noches de cartones plegables, pues el infortunio se ha hecho en estos tiempos enrollable y transportable. La naturaleza imita al arte o el arte imita a la naturaleza que tanto monta para estos espabilados dispuestos a llenarse los bolsillos con lo que más a mano les cuadre.
O sea que el delicado satén, el suave terciopelo, la fina muselina ya poco tienen que hacer en un mundo de ricos/ricas que han de ir ocultando sus riquezas como lo haría un avaro temeroso de ser desplumado. El «glamour», lo «chic» cambia y el siglo XXI será un siglo vagabundo o no será. Quien quiera ponerse a la moda habrá de llevar, en punto a vestimenta, una suerte de existencia errante, callejera, habrá de barzonear con convicción y con modales de bigardo desenvuelto.
Lo cierto es que esta deriva de la moda ya se veía venir desde el vaquero y la arruga que arruinaron toda una tradición de plancha depositada en aquellas abnegadas mujeres que en las casas ricas trabajaban para sacar rayas y almidonar cuellos. La planchadora daba palique a esas señoras solitarias cuyos únicos interlocutores eran un marido y un confesor ausentes en sus desdenes. Por esta razón, las planchadoras, como personas de respeto, salen mucho en Galdós y, en general, en las novelas del XIX, cuando la plancha se convirtió en un artilugio complejo, cumpliendo siempre con acreditada pulcritud su cometido como compañía pues en rigor eran una especie de visita mercenaria, esas visitas que proponía Mihura contratadas por unas pesetas para dar una conversación apacible y sin sobresaltos, una conversación a la carta, a los señores contratantes.
Yo creo que el papel de la planchadora se devaluó y empezó a observarse con recelo cuando alguna de ellas, traicionando sus mansas funciones, mató sin piedad a la dueña de la casa atizándole con la plancha en la base del cráneo, zona bien delicada en algunas personas, con el objeto de llevarse esos duros de plata de don Amadeo de Saboya que siempre albergaban los colchones de las casas con posibles. De estas acciones, aisladas pero de innegable crueldad, procede el temor que estas mujeres empezaron a suscitar entre las damas poco proclives a ser asesinadas y ello explica que una obra de teatro experimental, dedicada precisamente a «las planchadoras» de la que es autor Martínez Mediero, cosechara un barroco y canónico fracaso.
Todo ello está en el origen de la popularización del vaquero y de la llegada de ese eslogan, alumbrado por un arconte de la moda, que proclamaba la belleza de la arruga. El harapo que se avecina no es más que llevar estos precedentes a sus consecuencias más extremas y generales.
Ahora bien, estamos a mi juicio en una dirección positiva y plausible porque una vez que todos vayamos de pobres ya no se podrá distinguir al pobre fidedigno del apócrifo, una situación que aliviará mucho nuestras conciencias como antes se aliviaban con el ejercicio caritativo de la limosna. Esta desaparecerá viéndose obligada la Iglesia a rectificar su doctrina sobre las obras de misericordia pues se pueden cometer imperdonables faltas de compostura si ofrecemos veinte duros a un registrador de la propiedad por el simple hecho de verlo por la calle con el aspecto de un afligido hospiciano.
Al fin todos seremos iguales. Ya solo queda que sentemos al pobre auténtico ante un portal de Internet convirtiéndole en pobre.es, es decir, en una referencia virtual y remota, para que hayamos ultimado esa revolución que llevamos tantos años comentando.