Beba vino

Las innovaciones del lenguaje son estupendas porque es lógico que éste viva las mutaciones de cualquier ser vivo. Siempre ha ocurrido así y será buen signo que siga ocurriendo; sin embargo, lo triste de la mayor parte de las novedades que se hacen en el cuerpo y en el alma de la lengua española es que resultan horribles: cacófonas, tautológicas y perisológicas. Los nuevos vocablos que se ponen de moda son como perdigonadas que se dispararan contra la palabra auténtica justo cuando ésta se hallara en pleno vuelo, recorriendo grácil su cielo de símbolos, al encuentro del anchuroso horizonte de sus significados.

Y es que emplear palabras como «fidelizar», «priorizar» o «demonizar» es un atentado ecológico pues que altera el delicado sistema del lenguaje, además de un testimonio de marchitez intelectual, de irreversible deterioro del cerebro, el cerebelo y la médula oblonga del parlante. Los medios de comunicación propagan estas aberraciones con una rapidez desconocida hasta nuestros días y, si a ello se une, que la moneda mala expulsa a la buena, fácil es advertir que acabaremos «priorizando» en el idioma español la basura introducida por los vanilocuentes. La lengua ni puede ni debe ser «especie protegida» por hallarse sometida al caprichoso vendaval de los tiempos, a la germinación y a la declinación propias de lo que es natural, pero, precisamente por eso, debemos evitar que se pueda organizar contra ella una montería sin reglas o la caza artera, con cepos, trampas u otros armadijos.

¿Y qué tiene todo esto que ver con el vino? Mucho, a poco que se medite. Pues es en la crianza de los vinos y en su degustación donde mejor se ha cuidado el lenguaje, enriqueciéndolo y llenándolo de voces pertinentes y evocadoras. Nada tiene de extraño porque ambas actividades -la crianza y la degustación- son bellas artes, formidables destellos del ingenio humano: se paladea un caldo como se paladea un hallazgo lingüístico, con similar disposición de ánimo, y es que el goce de la palabra bien puesta, en su sazón, tiene mucho que ver con la fuerza votiva de un trago de vino. Como hay una etimología de las palabras, hay una etimología de los vinos que se oculta en barricas y añadas.

Hoy, de un vino del Bierzo, se dice que tiene «un aroma fresco, algo frutoso, con predominio de los aromas terciarios de especias y pimienta». O que aporta un «aroma peculiar a uva madura, ligeras notas tostadas y toques florales». O que es «redondo, aterciopelado, graso, muy pulido».

En un rioja hay «recuerdos de hierbas de monte en nariz y un tacto profundo fruto de la maceración del hollejo confirmando después la boca sus cualidades olfativas» o «en su composición las lías y la fermentación en roble afinan los caracteres vegetales y a veces silvestres de la uva».

¿Es fácil encontrar descripciones más vívidas, más largas, sedosas y mágicas? De un ribera del Duero podemos saber que tiene «matices frutales marcados y un buen registro de sabores que luego permanecen en el postgusto». De un cava se dice que goza de «un desprendimiento de burbuja continuo y elegante, siendo en nariz un dechado de frescura y armonía». Y así podríamos seguir escribiendo y, sobre todo, bebiendo pues hemos dado repaso a un amplio registro de valores gustativos muy seductores que invitan a soplar y a soñar.

¿Alguien se imagina que los críticos de arte o de literatura lograran expresiones tan acertadas, tan insinuantes y acordadas? Leer la reseña de un libro o de una película se convertiría en un placer plagado de matices envolventes, en un lujo de sensaciones ensambladas, en un manjar de canónigos, deleite de laicos.

¿No merece la pena intentarlo tomando una copa plena «de magistral sinfonía sensorial»?

Publicado en: Blog, Soserías

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