El peor momento del trasiego en sociedad es cuando se adivina que donde menos se miente es en la política. Este descubrimiento es un duro golpe para quienes viven en la creencia confiada de que a los aspirantes a concejales o a diputados no se les puede hacer caso porque son los maestros de la patraña. Antiguamente se decía “sacar mentiroso” a lo que hoy llamamos “dejar por mentiroso” y por eso así se expresaba don Quijote cuando se empeñó en descalificar “al historiador que tanto le vituperaba”, es decir a Avellaneda.
Pues sépase que los políticos son ángeles de la verdad al lado de quienes trafican en el mundo de los alimentos que tomamos a diario. Nos lo ha explicado un tipo honrado que, harto de airear embustes, se ha ocupado de desvelarnos la sustancia verdadera de lo que comemos. ¿Cree usted, señora, que está desayunando una loncha de jamón de York que no tiene grasas y que por ello contribuye a mantener a raya sebos y michelines? Pues sepa que en puridad lo que se está metiendo en el cuerpo es una amalgama de polifosfatos, gelificantes, glutamato, ascorbato de sodio y nitrito. ¡Toma ya! Luego, allá en el fondo, hay, sí, jamón pero en cantidades homeopáticas y sometidas a una sesión extenuante de espiritismo.
Peor es el té de Ceilán que, en rigor, viene de un pueblecito encantador de la provincia de Segovia. Y esto no es lo malo porque ¿hay algo mejor que un alimento que venga de Segovia donde enseñó Antonio Machado y compuso versos inmortales? No. Pero es que el té no es té sino un infame aglomerado de tiabendazol, pirimetanil y carbendazima. ¿Alguien puede idear una falsificación más diabólica? ¿Qué es lo que merece el tunante? Por lo menos, leerse Os Lusiadas de corrido y sin aspirinas.
Nunca tuve aprecio a los caracoles de Borgoña porque prefiero los riquísimos de la huerta de Valencia que los venden en el Mercado central, ese museo prodigioso, la catedral más airosa de la alimentación que existe en el mundo. Caracoles que, cuando son de temporada, se pueden tomar en salsa con una pizca de picante o en la paella, su mejor sepultura. Ahora descubro que los de Borgoña no vienen de aquella noble tierra, cruzada por las guerras y ensangrentada por príncipes altivos, sino que se han criado en las inmediaciones de Chernobil donde lo único que crece son las radiaciones más peligrosas inventadas por el ser humano. Allí los tratan con las peores habilidades del embaucador y los envían a Francia donde les meten mantequilla y perejil para darles el toque cosmopolita y poder servirlos a precio de susurro amoroso en un lugar fino y ampuloso.
Y así podríamos seguir: la miel que no es miel, el queso azul que es fosfato trisódico, los raviolis rellenos de metáforas de baratillo …
En esto de la comida nos esperan tiempos turbulentos, jornadas terribles de desconcierto y aflicción. Se anuncian los bares digitales. En ellos ya no se oirá la voz recia del camarero, voz familiar porque resuena como alojada en una bóveda celestial, voz que no está escrita en los libros, en fin, vozarrón inimitable que pide a la cocina “marchando una de calamares y otra de patatas bravas”.
En su lugar habrá una mesa digital donde con un botón se elige y después viene ¡un robot o un holograma! con un … no quiero ni pensar en lo que trae. Lo más seguro el tiabendazol y el ascorbato con forma de hamburguesa. ¡Ah, la hamburguesa, atropellada por infames mercachifles!La ciudad de Hamburgo debería reclamar ante la ONU por la profanación que sufre su alimento estrella.
El colmo al parecer viene de Londres donde, con el ADN, una máquina confecciona al cliente el menú apropiado para que estés sano, el pene se te empine con alarde de triunfo y te brille el cabello. Al mismo tiempo puedes ver en una pantalla lo que pasa en las cocinas y una aplicación te informa de dónde salió el tomate de la ensalada o de qué mar el pez que se halla mansamente servido en el plato.
Solamente saber que todo ello se practica en Londres, el lugar más tenebroso que existe en la tierra en achaque de comidas, ya es suficiente para descartar tales excentricidades.
En estas fechas, cuando la Semana Santa nos ha asomado al acantilado de la piedad, recemos una oración sentida a la cocina estilizada, cuidada, premiosa, ortodoxa … Preservada de la ponzoña.
Brillante, elocuente y… ¡descorazonador!