Los jardineros se han unido al coro de ciudadanos protestones porque algunos Ayuntamientos han anunciado su intención de privatizar los parques. En principio, parece que debería ser igual cuidar un clavel municipal que uno privado porque no creo que las flores perciban con nitidez la situación jurídica en la que se encuentran. Realmente, los claveles, con dar un poco de olor, encontrar la oreja de una castiza donde colocarse y formar un ramo para echárselo a los toreros ya tienen bastante trabajo por lo que el hecho de ser públicos o privados es probable que les traiga al fresco. Los jardineros, sin embargo, sus razones tendrán para preferir el parque público al privado. Un respeto al jardinero que es el joyero de las joyas perecederas.
Ahora bien, contemplado el asunto desde la perspectiva general, que es como debe ser contemplado un jardín, y a la luz languideciente del ocaso en la tarde de lívidas músicas y de suaves transtornos del alma, lo cierto es que privatizar los jardines a estas alturas del siglo es un despropósito de respetable entidad o tamaño. Una vez más, es desconocer la historia que es lo mismo que profanarla y violarla.
Porque los jardines nacieron privados, es decir, vinieron al mundo como la propiedad particular de un conde o de un sultán y así estuvieron durante siglos. Por ellos paseaban las hermosas señoras del harén para que les diera el aire fresco después del mefítico que se habían visto obligadas a soportar procedentes de los aires borrascosos y corrompidos del príncipe. Tal utilidad tuvieron, durante la presencia árabe, los famosos jardines de la Alhambra que tanto juego dieron más tarde a Washington Irving y a Juan Ramón Jiménez que en una ocasión pidió a Lorca que le acompañara a las cinco de la tarde al Generalife «porque es la hora en que empiezan a sufrir los jardines». Pero para que pudieran disfrutar esos jardines unos señores humildes como Irving o los citados poetas, que no eran más que plumíferos sin titular, tuvieron que convertirse en públicos y pasar a ser del disfrute colectivo, es decir, de la cáfila o turba.
Lo mismo con los del conde o del rey que se hacían su jardín cabe el palacio para tener rosas con que poblar sus búcaros, gráciles alamedas por las que perseguir a las sirvientas y lugares sombreados a cuyo cobijo, en amables charlas, organizaban las guerras y otras acciones benéficas. Es fama que la reina Luisa Isabel, esposa del efímero Luis I, practicaba la insólita costumbre de pasearse semidesnuda por los regios jardines y aun trepaba a los árboles en un correteo libidinoso y lesbiano con alguna de sus dueñas. El pueblo no podía advertir estos desvaríos justamente porque los jardines eran privados y sólo hoy conocemos esta ominosa conducta de la real persona gracias a la labor de esos incorregibles cotillas que son los historiadores.
El Buen Retiro, el más famoso de los jardines españoles, se empezó a construir gracias a una generosa donación de dinero ajeno (o sea público) que hizo el conde duque de Olivares a su señor, el cuarto Felipe. Aparte de constatar por este tierno rasgo que Olivares era un lameculos de seria consistencia, sabemos que el jardín nace como una dependencia de las reales posesiones como ocurrió con los jardines de Aranjuez o los de la Granja, cotos de real caza y espacio para la práctica de la dengosa elegancia cortesana.
En el caso del Buen Retiro, no es una casualidad que fuera el rey Carlos III, un monarca ilustrado -o sea, «progre» porque toda la progresía fue parida en las Luces, gran casa de maternidad-, quien por primera vez autorizara al pueblo madrileño a visitar el jardín, como se había hecho por cierto en Londres con el Saint James Park, en París con las Tullerías y en Berlín con el Tiergarten. Y más aún: es el mismo rey quien inaugura el Botánico para que los súbditos pudieran pasear por él y contarse sus cuitas sin oler la pestilencia madrileña de la época, producto de los excrementos que holgaban a su aire por las calles, de los animales muertos abandonados y de los enterramientos de señores gordos en las iglesias.
Después, la jacarandosa reina Isabel II donó el Buen Retiro al pueblo madrileño, siguiendo ya la estela que dejaba la revolución liberal, es decir, un perfume burgués y popular y un sano arrinconamiento de las sagradas y coronadas testas.
O sea, que el progreso ha consistido en pasar del jardín privado al jardín público como la civilización consiste en pasar de darse las noticias por medio del silbido canario a hacerlas llegar por el whataap. Alarma tanto por ello que algunos alcaldes pretendan ahora privatizar los parques porque eso sería como publificar las novias.
Además, ¿no estremece pensar en un guarda que nos cobre la entrada y nos dé un ticket para disfrutar la ilusión de la luz, la festiva cristalería de los colores o el olor morisco del jazmín?