Llevar una vida plácida es el deseo de muchas personas llenas de buen sentido pero esta sana aspiración se frustra casi todos los días como consecuencia de las noticias alarmantes de los periódicos que logran turbar el ánimo del más vigoroso. Lass que a mí más me afectan son los simples despachos de agencia pero, ay, cuánto mal puede esconderse en sus cuatro breves líneas. Y es que las noticias malas hay que darlas en comunicados o en artículos largos, cuanto más extensos, mejor, para poder digerirlas adecuadamente de la misma forma que los medicamentos más peligrosos los tomamos con abundante comida. La noticia brevemente lanzada al aire de la publicidad es una puñalada con mucho daño porque, además, añade el quebranto que trae todo lo imprevisto.
Así recibimos de forma escueta la información según la cual la titulación de detective sólo se podrá alcanzar realizando los estudios universitarios de criminología que se imparten en las Facultades de Derecho. Ante una noticia de este calibre, ¿es extraño que una persona normalmente formada sea presa del más inquietante desasosiego? A mí me parece que es lo lógico porque son muchas lecturas las que se ponen en cuestión y lo que es peor: ¿no estaremos echando por la borda nada más y nada menos que la historia de la novela policíaca? ¿se puede atentar contra un género literario? ¿qué nombre recibirá quién asesina una forma de la creación narrativa? ¿novelicidio? ¿puede todo esto de verdad quedar impune?
Esta es la cuestión. Grave, como se ve, y que merece una cierta atención. Porque los grandes detectives de la Historia jamás, que sepamos, han pasado por Facultad alguna ni falta que les ha hecho. ¿Es que se puede estudiar en las aulas universitarias la intuición, el olfato, la sagacidad, la penetración psicológica? En ellas a lo más que se llega es a distinguir un contrato de arrendamiento de un testamento o un recurso de casación del usufructo. Pero lo otro, la inteligencia para oler al criminal desalmado, cercarlo, descubrirlo al cabo poniéndole ante las pruebas concluyentes ¿todo esto puede enseñarse desde una tarima? Hace falta ser muy ingenuo para así creerlo. O, simplemente, es necesario no haber leído ninguna novela policíaca. Ahora bien, la ingenuidad y el hecho de no haber leído nunca una de esas novelas son datos que por sí mismos descalifican a un sujeto.
Ya el capitán Nointel, personaje de las viejas novelas policíacas de Boisgovey que tienen como escenario las representaciones de ópera, era un simple aficionado sin formación alguna pero con un certero pálpito para apresar malhechores. Y Baudelaire, el gran poeta, con lo que realmente disfrutaba era con las aventuras de Dupin, un personaje que iba a su aire en los cuentos de Edgar Allan Poe.
Connan Doyle, que es quien funda la novela policíaca moderna, dotó a su Sherlock Holmes de habilidades muy diversas porque Holmes lo sabía casi todo y era experto en anotar las más nimias impresiones, distinguir perfumes o cenizas de los cigarros, deducir el comportamiento humano de la conformación de las manos, y así mil conocimientos y trucos más. Holmes era químico y también drogadicto, solitario y, sobre todo, un sabio raro. Supuesto todo esto ¿alguien puede concebir la idea de un Holmes examinándose de derecho romano en la Universidad de Oxford? ¿o de criminología ante un tribunal de pazguatos? A la entera historia del crimen habría que darle la vuelta del revés para imaginar tal despropósito. Si Holmes se hubiera visto obligado a entregarse a semejantes empeños, jamás habría llegado al lugar definitivo al que llegó, enredado como hubiera estado por los parciales, la selectividad y una porción de inutilidades de este jaez.
Además, un detective necesita un acompañante que sea como su fiel y casi mudo escudero. Así ocurrió con Dupin y con el doctor Watson, el amigo de Holmes. ¿También este sujeto tiene que pasar en el futuro por la Facultad y por los estudios de criminología? ¿tendrá el detective que darle de alta en la Seguridad social? Y su contrato ¿será de los llamados basura o, por el contrario, de los indefinidos y sólidos?
Estas mismas consideraciones pueden trasladarse a Maigret o a Poirot. O, ya en nuestra literatura, al inolvidable Plinio de las creaciones de Francisco García Pavón, un guardia municipal de Tomelloso dotado de la habilidad detectivesca de forma natural y congénita, sin haber perdido jamás el tiempo en una clase de criminología.
El detective merece un respeto y esto es lo que irremediablemente se pierde si le obligamos a matricularse, pagar una tasa, y examinarse en septiembre de huellas dactilares. Queda pues en el aire la terrible cuestión: ¿somos conscientes de que estamos asesinando al detective?