El horizonte ha sido siempre ese espacio infinito vagamente azulado al que miraban los enamorados con las manos entrelazadas, el lugar de donde los poetas tomaban su inspiración como se toma el agua de un pozo generoso y providente, la referencia de los marinos que lo escudriñan para saber cuándo se logra el fin de sus afanes como los antiguos preguntaban a las aves la suerte en la batalla, el horizonte, en fin, es el regazo del que venimos y al que un día, ay, habremos de volver.
El horizonte parece lejano pero es cercano, es el espejo del cuento al que quisiéramos preguntar por nosotros, por ellos, por Dios … Si no estuviera en el mundo, lo habríamos de imaginar porque no se puede vivir sin la esperanza remota del horizonte. El prisionero es prisionero y se siente angustiado precisamente por no tener horizonte porque quitar el horizonte es suprimir la libertad, la libertad de soñar, que es la más consistente de todas las libertades, la que no está en las Constituciones y, sin embargo, la única en verdad auténtica y relevante.
Cuando se dice que en otros planetas no hay vida, lo que se está queriendo decir, en rigor, es que no hay en ellos horizonte porque la vida sin horizonte es precisamente la muerte, la nada. Y es que todo se nos convierte en entelequia, en un vulgar simulacro si suprimimos el horizonte, si nos vemos privado de su acogedora presencia, de sus guiños enigmáticos, de su inteligente ironía, de su sabiduría en suma.
El horizonte nos inspira, nos estimula porque es la gran droga, la verdadera droga, el alucinógeno más potente de cuantos se conocen. Por eso volvemos siempre al campo, al mar, porque allí podemos verle más claro, preguntarle mejor y oír más nítidamente sus respuestas, su aliento, también sus enfados y sus reprimendas. Y es que el horizonte nos amonesta como un abuelo, con experiencia y con cariño, y nos enseña la enseñanza impagable, a saber, que todo en la vida es vano, escurridizo como él, y nos advierte con sus buenos modales que vamos detrás de lo imposible, que corremos una carrera inútil, que cuando creemos haber llegado, en realidad no hemos salido.
El horizonte es la morada de la felicidad como el Olimpo era la morada de los dioses antiguos. Es justamente desde allí desde donde ésta emite sus destellos, allí compone su cautivadora sonrisa, nos abre sus brazos y nos llama, casquivana y provocadora. Allí vive en íntima comunión con el amor, del que la felicidad es hermana, y allí tejen sus juegos, sus travesuras, sus equívocos y sus eternos enredos.
El horizonte suele brillar porque tiene también algo de llama votiva, de homenaje permanente de gratitud. Es un pasatiempo del Cielo y con él juegan a la cuerda las nubes. Además ¿a quien no conmueve la enorme piedad del horizonte que todos los días comulga la sagrada forma del Sol?
Antonio Machado, que tiene, como tantos otros poetas, un bello poema dedicado al horizonte habla de él como «un cristal de llamas», y dice sentir la espuela sonora de su paso «repercutir lejana en el sangriento ocaso, y más allá, la alegre canción de un alba pura». Porque el horizonte, en efecto, sugiere la sangre, pero también la alegría de una canción, elementos aparentemente contradictorios pero que no lo son si se admite que el horizonte encierra al mundo todo. Y el mundo, como se sabe, es el tablero donde Dios juega a las contradicciones.
Por eso, alarma tanto que los políticos nos quieran arrebatar el horizonte de siempre y lo quieran sustituir por el horizonte desteñido de sus obsesiones y sus twits.
Debemos estar en guardia porque este es un horizonte de desfase presupuestario, de ajuste, de tipos de interés, de recortes, de déficit, de superávit, de euromoneda, de eurotarjeta y de eurotedio… Allí no suena «la alegre canción de un alba pura» sino el monótono acorde de la tasa de inflación, del crecimiento de la inversión, de la consolidación fiscal, del balance monetario y de la desregulación laboral. Allí no hay colores ni enigmas que nos consuelen, sino subvenciones, cuotas lácteas, bienes de equipo, exportaciones, importaciones, PIB, stocks de existencias y formación bruta del capital.
¡Ah, políticos! Nos mandáis, nos mangoneáis, nos lleváis de acá para allá. Sea, aceptémoslo porque tratar de esquivaros es tarea inútil y acaso signo de soberbia. Pero lo que en modo alguno podemos permitiros es que tratéis de quitarnos el horizonte de siempre, el horizonte antiguo, el horizonte de nuestras miradas perdidas, de nuestras esperanzas azules. Oíd, políticos, y atended, nuestra llamada angustiosa: ¡no nos quitéis nuestros sueños!
Excelente el artículo.
Desconcertante la foto.