En el principio fue la cédula. Era ésta un documento ligado al pago de determinados impuestos de suerte que se expedía a quien se ponía a bien con la Hacienda, que ha sido siempre una de las formas de estar a bien con Dios. La cédula ha servido pues, a lo largo del siglo XIX, como prueba de identificación personal y, como no existían las fotos de carné, recogían los rasgos más sobresalientes del sujeto, como su altura, el color de los ojos, la abundancia o escasez de pelo y otras características que servían para hacerse una idea aproximada de su titular y así las fuerzas del orden público se hacían la ilusión de tener más o menos controlado al personal.
Todo ello era sin embargo muy rudimentario porque quienes estaban obligados a disponer de cédula eran en rigor pocas personas. El sujeto que no era propietario de nada ni tenía pensado en su vida otorgar un documento público ni desempeñar un cargo de enchufado en el Ministerio de Fomento podía vivir tranquilamente sin cédula que era como vivir en libertad. Es decir que, en cierta forma, la cédula distinguía a los individuos libres de los que habían sido esclavizados por el Estado al obligarles a pagar impuestos o a mancharse las manos de tinta en una oficina pública. Como seres beatíficos, es decir, sin cédula vagaban también las mujeres, a menos que cometieran la vulgaridad de casarse; los soldados porque los moros en África no la requerían para arrearles estopa con sus espingardas; las monjas a quienes Dios no iba a pedir la identificación antes de rezar los maitines y también los penados pues ya llevaban una bola atada a un pie y se les distinguía. También los locos andaban por la calle como les petaba y los mendigos siempre que lo fueran, según decía el Reglamento, «por causas ajenas a su voluntad». Es decir, que el mendigo por vocación, el que pudiendo disponer de coche con tronco de seis caballos, se empeñaba en seguir de mendigo pidiendo limosna, ése tenía que sacar su cédula como sanción a su extraviada conducta.
La realidad era que casi nadie tenía cédula. ¿Alguien se imagina a los bohemios de la pintura o de la literatura (por ejemplo, a Gálvez, ahora que lo ha resucitado Prada en un libro excepcional) presentando su cédula para perpetrar el correspondiente sablazo? La cédula representaba una forma de encadenamiento y por eso era cosa de funcionarios y de suministradores del Ejército. La cédula era la marca de hierro del ganado estabulado, la vieja carimba que se ponía a los esclavos. La gente bien iba sin cédula y con la cabeza alta, aspirando la más gloriosa de las libertades, la libertad de no estar identificado, de no figurar en registro alguno, de no haber sido presentado jamás a esa chismosa señora que es la Administración.
Una libertad ésta que se ha perdido. El carné de identidad con foto, la huella dactilar como seña indeleble, hasta el grupo sanguíneo que ha sido siempre una cosa íntima, como la sífilis, todo ello metido en ordenadores, controlado por personal especializado ha venido a dar al traste con el vagar anónimo e irresponsable del pasado. Hoy no podría volver la vieja bohemia porque al bohemio se le acabaría pidiendo el NIF y eso le aniquilaría y sobre todo le igualaría sin remedio al contable de una entidad de seguros.
Pero no acaban aquí las desdichas del presente porque a este carné básico es preciso agregar los de socio del equipo de balompié, de la sociedad recreativa, de la hermandad de donantes de vísceras, de la tienda que alquila las cintas de video pues hasta estos establecimientos expiden hoy sus carnés con formalidad policial y burocrática. Todos con sus fotos que son como proclamar nuestra identidad a los cuatro vientos, como ir de anuncio o dando cuartos a un batallón de pregoneros.
A ello hay que añadir las tarjetas de crédito que recibimos, las pidamos o no, por docenas de los bancos, extrañamente solícitos hacia nosotros y sorprendentemente preocupados por nuestra comodidad. El último invento es la tarjeta de «fidelización», en español «fidelidad», error disculpable este pues ya sabemos que el Diccionario no es el fuerte de las beneméritas clases comerciales. Esta tarjeta sirve para obtener puntos si somos fieles (o nos mantenemos «fidelizados») a una determinada firma y, si los juntamos con perseverancia, podemos llegar a ser agraciados con regalos y obsequios. Esto mismo ocurría en mi infancia y mi abuela se pasaba las tardes pegando con engrudo sellos en una cartilla (que había sucedido a la de racionamiento) para, al fin, conseguir una palangana de plástico. Como hoy todos, gracias a este ingenioso sistema, ya disponemos de palanganas, lo que se ofrece es un viaje a Roma o a Disneylandia.
Estamos ante el colmo de los colmos: nada menos que la dama esquiva de la fidelidad, programada y metida en una tarjeta. Ya veremos cómo reacciona, ella tan casquivana. Yo, por mi parte, voy a intentar conseguir mi tarjeta de fidelidad para darme el supremo gustazo: el de serle infiel.