Tiempo de mudanzas

Se acercan mudanzas en la escena política y, con ellas, la probable sustitución de unas personas por otras. Ya que no podemos practicar grandes cambios, ya que casi todo cuanto nos rodea es intocable por mor de las convenciones, de las leyes eternas de la inercia, o del peso riguroso de los intereses, al menos cambiemos a quienes se ocupan de los asuntos públicos para dar una apariencia de novedad y creer así que somos capaces de influir en algo, de modificar el curso de los acontecimientos, adquiriendo con ello un protagonismo que, en rigor, es pura ilusión, un juego hipnótico con el que gustan distraerse los poderosos y en el que la mayoría actuamos como comparsas. La sociedad es un casino, un templo del azar, bien lo sabemos, pero lo que más molesta es que esté falseado porque los crupieres han sido autorizados para cargar los dados.

Sería, sin embargo, poco higiénico rendirse al abatimiento y como además resultaría insufrible pedantería intentar cambiar el orden social y sus escamas, que son las tradiciones, conviene recrearse en el espectáculo emocionante que nos depara el subir y bajar de los personajes y personajillos, el tobogán por el que se deslizan los encumbrados hasta dar en el suelo y las rampas por las que se ven obligados a trepar quienes se empeñan en asomar sus altivas crestas de gallos. Ambas son superficies de dolor, de sinsabores, están señalizadas con las peores mañas y tienen algo de impúdica vitrina de flaquezas semejando esos modernos ascensores transparentes en los que todo ha quedado al descubierto. Por ellas se asciende o se desciende, según el dictado caprichoso de misteriosas cartas marcadas; en todo caso, se acecha, se urde, se zancandillea y, desde luego, se lastima y se atropella.

Quien llega al pináculo es ya un consagrado, un ungido. Dispone de despacho, de fax, de coche y de ordenanza. Una tarjeta de crédito le permite imputar a contribuyentes lejanos, de borrosos perfiles, sus comidas y, como está en la gloria, se le pone cara de bienaventurado y modales de quien pasea entre nubes y, en las conversaciones, alza el dedo dogmático, privativo de quienes han intimado con la Verdad.

Dicho de otra forma, se convierte en un hombre finchado, empedernido de chabacanería, en un pelmazo, en un tío ful, como se decía hace años, y por más que se le faciliten tribunas (en la radio, en las televisiones, en los periódicos), todo su discurso será vacuo, repetitivo, liso, yermo, yacente y dormitivo… Una especie de mezcla arbitraria del sermón y la letanía.

A casi nadie interesan. Quienes, sin embargo, sí suscitan simpatía son quienes han dado en el suelo, los que han sido y ya no son, los que estuvieron y ya no están. Son los «ex», seres entrañables que hacen esfuerzos por recuperar los rasgos de su humanidad perdida y merecen todo nuestro apoyo y las más expresivas muestras de nuestra indulgencia y de nuestra ternura.

Porque son personas que están como recién nacidas: tenemos que enseñarles a caminar, perdido como tienen el sentido de la locomoción propia; también a hablar, sin las muletas, claro es, de los guiones; a escribir, sin el pie forzado que la circunstancia solemne impone; a leer escritos que no sean informes, documentos, papers y expedientes; en fin, a amar, a llorar y a sentir… Tenemos que ayudarles a ir recomponiendo las señas de su propia identidad, de su propia voz, distinta a la del Partido o la del Gobierno, ajena a la línea oficial, libre pues e independiente, espontánea como la de un chiquillo. Esto no se aprende de un día para otro y la cura tiene evidentes dificultades porque, si no se les vigila, propenden a reunirse entre ellos, para recordar, para enfatizar de nuevo, para dejarse arrullar por los ecos de lejanos aplausos, para proclamar ante una muchedumbre imaginaria la pronta recuperación del chófer perdido…

El «ex» es un ser desvalido, echado al mar de la libertad y corre el riesgo de ser atraído por engañosas sirenas que cantan himnos y les organizan mítines nostálgicos. El «ex» tiene algo de manumitido y esta gozosa condición es preciso hacérsela notar, para que se acomode a ella con naturalidad alejándole suavemente del lugar y del ambiente en el que estuvo aherrojado, proporcionándole alimentos con levadura de ideas y proteínas de emancipación.

El «ex» es el hombre que recupera la modestia, el pudor, acaso también, quién sabe, la imaginación, la risa franca, el decir irónico, la distancia… El «ex» es una sombra que poco a poco va cobrando corporeidad.

El «ex» es, en fin, nuestro amigo. ¡Acomodémosle con generosidad en nuestro regazo de hombres libres!

 

Publicado en: Blog, Soserías

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