Ha sido en una ciudad española donde se ha celebrado hace pocos días el tercer congreso de los «sin techo», de las personas menesterosas que viven de milagro, porque no tienen un lugar donde guarecerse y se nutren de limosnas. Son miles, como sabemos, y les vemos a diario en cualquier ciudad española adelantando una gorra, una boina o con un pañuelo sobre el suelo, que son los reclamos con los que impetran nuestra ayuda. A veces, tratan de sacar a una flauta unas notas que recuerdan la melodía de un bolero, de algún tango o de una canción de Navidad y, entonces, llenan el aire de una música delicuescente, que quiere hacerse un hueco entre los sentimientos de los viandantes pero que, ay, se pierde irremediablemente al chocar con nuestra ajetreada indiferencia. Tienen por colchón unos cartones y sobre ellos duermen el sueño triste de su desdicha.
Es a esta lamentable situación a la que trata de poner remedio el madrileño congreso desarrollado bajo el lema «¿Dónde dormir esta noche?» «¿Dónde vivir mañana?».
Pues bien, lo que sorprende y movería a la risa, si a esta no le cortara el viaje la indignación, es el hecho de que los congresistas, procedentes de variadas capitales europeas, se alojaban en hoteles con estrellas, amenizaban sus sesiones con almuerzos y cenas de trabajo bien abundantes y habían pagado su inscripción.
No es difícil imaginarles a cada uno de ellos con sus carpetas, su distintivo colgado en la solapa, sus nombres impresos en vistosas cartulinas colocadas en sus pupitres a modo de burladeros de pacotilla, la mesa presidencial y su orden protocolario, largamente pensado y discutido, y en ella, el chairman, el secretary, el segundo secretary, el primer tesorero…, las palabras melifluas de salutación, el reparto de papers, el el breakfast, el briefing, el ranking, el shopping, el travelling, el dancing, el fair play y el cocktail. En medio de las sesiones no dejaría de oírse el sonido inclemente de los teléfonos móviles y, a su término, la salida a la calle y, en ella, el mendigo verdadero, el pobre auténtico, el objeto de toda aquella diligencia, que pide una caridad por el amor de la Santísima Virgen, y el gesto del congresista que, distraído, alarga una moneda, parte minúscula de la dieta recibida por sus altruístas desvelos.
Repárese en el disparate en el que pueden llegar a incurrir las organizaciones, por elevada que sea la intención que las inspira. Este ejemplo, el de quienes se ocupan de la penuria ajena, reunidos con toda suerte de comodidades y, por supuesto, al margen por completo de aquellos a quienes dicen representar, es una muestra concluyente. Como casi se trata de una caricatura, la desvergüenza se hace más visible, más palmaria.
Y, desgraciadamente, es este a menudo el sino de las agrupaciones humanas. Hay, en el origen de cualquiera de ellas, una preocupación estimable, que logra vincular a personas altruistas, y que puede ser el socorro al pobre, como vemos en este caso, o la defensa del canario, la amistad hacia los bosques o el entusiasmo por el violín barroco; cualquier fin, que puede ser de mayor o menor interés colectivo, pero que, en todo caso, es, en sí mismo, respetable y honorable.
Ahora bien, toda organización tiene exigencias insoslayables de funcionamiento y de sostenimiento. Hay que alquilar un local, recaudar cuotas, pagar un teléfono y un empleado, visitar a un concejal para allegar fondos, poner un anuncio en el periódico, convocar una asamblea, fijar un orden del día, tomar los primeros acuerdos… Ya hemos creado así, casi de forma inadvertida, al presidente, al tesorero y al secretario, que, a su vez, engendrarán un vicepresidente, un vicetesorero y un secretario adjunto, en una suerte de partenogénesis implacable y ciega. De la visita al modesto concejal se pasará al presidente de la Diputación y, de éste, al director general. Serán necesarias cartas, membretes, un sello, un logotipo y un anagrama. Si es preciso viajar, habrá que acudir a la cuenta de la Asociación con lo que creamos el talonario de cheques, y con él, a quien ha de intervenir los gastos. Cuando todo se vaya afianzando, el imperativo democrático exigirá convocar elecciones para los puestos directivos, y ello conlleva intrigar para alzarse con la secretaría, con la segunda vicepresidencia… Reuniones, comidas, cabildeos: listas de afines, vetos, programas, papeles, promesas…
Ya el antiguo y abnegado empleado se ha hecho insuficiente, hay que retribuirle dignamente y contratar más personal, dar a todos de alta en la Seguridad social, reconocerles los trienios, contratar un abogado, pagar el IVA, el IBI, el Catastro y la Contribución, lo que, a su vez, nos echa en brazos de un asesor fiscal, otro sueldo, más gastos… Y, cuando todo está ya perfectamente organizado, es preciso convocar el primer Congreso, y ello exige contratar azafatas, hoteles, viajes, elaborar ponencias, contactar con los medios informativos, ofrecer ruedas de prensa y, al cabo, dar un banquete de clausura con langostinos, discursos y fotógrafos.
¿Extraña que, en medio de esta balumba, cada vez sea una referencia más remota el pobre, el canario, los bosques o el violín barroco? Bien mirado, hasta un incordio pueden llegar a ser.