Contaminación

Allí donde un grupo de hombres decidía instalarse, tomar como propias a unas cuantas prójimas y fabricar vástagos con fogosidad y entrega, nacía lo que se ha dado en llamar la vida en colectividad. A la misma se han ligado desde siempre actividades muy diversas que han ido desde la más humilde, representada por el cuitado que, con la condecoración de sus pústulas, pedía limosna a la puerta del templo, hasta la más sublime, ejercida por quien, en el interior precisamente de ese templo, administraba los dones del Cielo. Entre estos dos extremos, el de los pordioseros y el de los clérigos, unidos por su común vinculación a la limosna (que es la hoja de parra con la que tapa su codicia el poderoso), siempre ha existido una masa de oficios, muchos de dudosa utilidad, que han sabido conformar con astucia la más genuina expresión de todo aquello que la sociedad tiene de sólido, de rutinario, de mercantil y de viscoso.

Y estos humanos, ya reunidos, lo primero que hacían era ensuciar todo aquello que a mano encontraban. Como quiera que nadie ha estado nunca libre de las urgencias evacuatorias y como quiera asimismo que el gran y benéfico señor Roca, eminencia de blancos fulgores, artífice de consoladores asientos, tardó demasiado tiempo en inventar sus oportunos receptáculos, pues las gentes no han tenido más remedio, durante un buen trecho de la Historia, que lanzar a la calle el resultado, tangible, corpóreo y aromoso de sus apretones con grave daño para la limpieza de plazas y calles. Al grito de !agua va! un buen cubo de excrementos se proyectaba al exterior sin que pudiera descartarse que viniera a dar sobre la cabeza y los rizos sedeños de una bella damisela contenidamente epicúrea o la calva de un caballero artrítico.

¡Tiempos sucios! Hoy, la suciedad se ha hecho más educada. Dijérase que se ha avergonzado de sí misma y por eso trata de presentarse con modales menos hirientes. Es como si, a su manera, se hubiera lavado. El resultado es que hoy la vieja suciedad, la suciedad de tantos siglos, adopta el nombre burocrático de contaminación porque ha pasado por el agua jabonosa del nuevo lenguaje que propende a ablandar, a enmascarar. Es decir, que la suciedad que conocieron nuestros abuelos, duchada, es la actual contaminación como las basuras que conocimos en nuestra niñez son los «residuos sólidos» de nuestra madurez.

Y hay la contaminación atmosférica, la contaminación de los mares, de los ríos, y todo ello ha engendrado un sinfín de palabras y, lo que es mejor, copia de congresos, acuerdos y tratados, que es como decir de viajes, de reuniones, de comidas y de jolgorio. ¡Asombra esta habilidad de que dispone el ser humano para convertir en motivo de juerga cualquier preocupación! Obsérvese cómo en nuestras manos de animales superiores el más grave cuidado e incluso la guerra se convierte en el pretexto para que cuatro prebostes compartan una mesa bien surtida. Y es que todo lo que el hombre toca se deshace al cabo en letra de conferencia o en prosa macilenta de tratado.

Vino luego la contaminación por ruidos: esa radio, la televisión del autobús, el taller instalado debajo de nuestro dormitorio, el claxon utilizado para dar salida a un enfado infantil, la obra cercana con sus palas mecánicas, sus hormigoneras… Todo ello es una tortura que las autoridades han prohibido en mil y un reglamentos y en barrocas ordenanzas que duermen su sueño burocrático y legañoso porque hacerlas cumplir ya exige más trabajo y menos aspavientos.

La última contaminación descubierta es la luminosa, que con razón ha disparado las quejas: la iluminación de las ciudades impide la contemplación de las estrellas y el cielo se queda, por su efecto, apagado, como si alguien hubiera echado en él las cortinas y lo velara a la mirada de los hombres. Mientras la luz eléctrica fue de escaso alcance no hubo razón para la alarma pero hoy nos puede dejar oscuramente deslumbrados. Pues, junto a aquellas luces necesarias, que vigilan nuestra seguridad como policías circunspectos, están las luces superfluas del anuncio, del gran anuncio en que el mundo se ha convertido y ahora, por si algo faltaba, la moda de iluminar los viejos edificios que la historia nos ha legado envueltos precisamente en misterio y solemnidad: la catedral, el templo románico, bisabuelo de todos los edificios, merecen un respeto, también en las sombras que proyectan, en la obscuridad en que la noche los envuelve para que descansen y se repongan de la fatiga que les produce la admiración que suscitan… Sus siluetas, en la noche alta, deben por ello rodearse del silencio y de una cortés penumbra como la imagen que son de un esfuerzo creador irrepetible.

Confiemos en que no se hagan leyes ni se firmen tratados sobre este asunto; pidamos simplemente a las autoridades que no desnuden con luces ofensivas a las viejas catedrales, a los añosos palacios ni a los templos mientras duermen sus excesos monumentales; que les dejen en paz, tenuemente alumbrados por la tierna mirada de las estrellas, únicas que saben comprender, en el silencio compartido de la eternidad, lo sobrecogedora que es su difícil soledad.

 

Publicado en: Blog, Soserías

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