El viejo poste de la gasolina

No es bueno que el poste esté solo. Tal parece que debió de decir alguien con poderes suficientes para alterar el orden natural de las cosas. Porque yo recuerdo aquellos antiguos postes de gasolina en medio de la meseta castellana o en uno de los innumerables recodos de un puerto sinuoso y montañoso, solitarios como un viudo, desamparados, retraídos, austeramente ataviados con los descoloridos colores de la Campsa, con aquella mueca de tristeza en sus semblantes, mueca de estatua pobre y suspirosa… Por toda extremidad, un único brazo largo, negro, abrumador, que parecía querer tocarse las sienes en un gesto de saludo militar desganado y antiheroico, coronado por una especie de dedo rígido, como ortopédico, herencia tal vez de un padre lisiado y monstruoso.

Y junto al poste, un hombre que más que hombre era un ermitaño, un ermitaño que se mirara en el poste como los ermitaños verdaderos se miraban en la calavera y que, cuando se detenía un coche, cogía aquel brazo negro y morcilloso y aquel dedo agarrotado y aliviaba al poste de la presión de la gasolina como si le hiciera una sangría.

A veces, eran dos los postes y entonces se les veía como pareja, pero como pareja distante, de novios antiguos. Quizás sus pasiones hirvieran en su sangre gasolinosa pero las reprimían porque estaban estrechamente vigilados por la carabina que era el empleado de la Campsa. Y es que la Campsa siempre ha exigido muchísima formalidad a sus aparatos porque era fácil que se incendiaran sus sentimientos.

Pues bien, todo esto es historia. Un buen día, aquellos pobres postes tristes, solitarios o emparejados, tan castos, fueron retirados al desván de la muerte y allí, allí sí, pudieron al fin darse el abrazo esperado pero ya era tarde porque el abrazo les salió frío, inerte, como abrazo que era de amortajados.

Y en el mismo lugar en el que ellos habían penado su soledad, nacieron las estaciones de servicio, más dignas, más elegantes, con pretensiones de señorita de provincias y con letreritos, como si fueran frascos de botica. Tenían vitola de sucursal, de sucursal del gran banco del combustible y, a veces, les nacía un taller de reparaciones como a otros les nace un golondrino y allí se mezclaban, esparcidos como en una taberna promiscua, los tornillos sin vida, las enigmáticas culatas, las herrumbrosas herramientas, las ruedas reumáticas, el gran almanaque con sus tetas inmensas, grandes como pasteles cremosos…y, en medio de aquel trajín, los atareados sacerdotes de aquel esotérico culto, el  aprendiz avispado, el oficial silbador…

En comparación con sus hermanas de otros países europeos, que se mantuvieron siempre limpias, peinadas de peluquería, acicaladas, con el rostro terso y como recién enjabonado, las estaciones de servicio españolas se fueron enroñando, avejentando, les salieron arrugas profundas como surcos del monótono arado del tiempo, y se pusieron enfermas y les salió el color de los enfermos que es color de gabardina sudada, de tedio, de cera manoseada… Como se abandonaron tanto, estaban sucias, cochambrosas, padecían los calambres de los artríticos y escondían la porquería del moribundo.

Cuando ya olían, no hubo más remedio que enterrarlas. Y en su lugar, nacieron, traídas en el pico de la cigüeña de Europa, las modernas estaciones de servicio que son ya finas, elegantes, con aspecto de supermercado, de shop anglosajón y almibarado. Allí se pueden duchar los coches o maquillarse con ruedas nuevas, con pinturas o brillos cautivadores, con espejos coquetos que lanzan guiños que engatusan a los otros coches y les hacen concebir esperanzas, con abalorios y perifollos de miss ruborosa o de niño bitongo y los automovilistas disponen de lugares para aliviarse y, si lo desean, avituallarse de condones, pueden llevarse cintas de música, mitones de señora antigua, gafas de sol, cubitos de hielo para la neverita de embutidos y cocacolas… El viejo poste de gasolina que allí, en ese mismo lugar, estuvo hace años, solitario e incomunicado, mira desde el Cielo, que a pulso ganó, satisfecho como un abuelo que se solazara con la prosperidad de su familia.

Pero además, suprema conquista, están las estaciones de servicio que han dado el salto definitivo en la evolución de la especie. Porque en ellas hay restaurantes, supermercados, tiendas de bisutería, peluquerías de señora y caballero, jardines para niños, hoteles, agencias de viajes, y muy pronto un instituto de bachillerato y un par de facultades universitarias. Y es que, en su crecimiento, la estación de servicio ha cuajado en ciudad. Sólo le falta un ministerio. Pero todo se andará.

Y así como hay ciudades que tuvieron su origen en un rio rumoroso o en una batalla fiera, estas ciudades han nacido de un poste, de un humilde poste de gasolina que bien merecería una reproducción  fidedigna en la gran plaza central y allí ser adorado como el tótem de la nueva tribu urbana. O como el gran falo reproductor.

 

Publicado en: Blog, Soserías

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