Lo más natural del mundo es que Gaspar Moisés, un poeta de confidencias y un ciudadano silencioso y ejemplar, fuera en su día honrado con el premio de poesía “Juan Ramón Jiménez”. Gaspar tuvo otros muchos premios pero el que más se ajustaba a su personalidad era este del poeta onubense. Porque quien acaba de dejarnos era en efecto el “Juan Ramón” de León: por su gusto poético, remanso denso y fuente inagotable de palabras susurradas; también por su aspecto físico, ahilado, suave y adornado con esa propensión a sentirse enfermo, a hacer de la enfermedad un reclamo literario como han sido siempre por cierto las enfermedades para los poetas y los grandes escritores. Juan Ramón era ante todo un paciente de hospital, un degustador de pócimas y jarabes, y es a través de la paciencia y de los hospitales, de las pócimas y de los jarabes por donde entra la vibración poética en Juan Ramón haciéndola inquieta, creadora: un manantial de pensamientos dolorosos.
Así también Gaspar Moisés. Con una diferencia notable: nuestro Gaspar era capaz de algo que Jiménez jamás hubiera podido culminar: la redacción -como abogado que era- de un escrito ante los tribunales de justicia. Tenía Gaspar la doble condición: jurista avezado, trabado en batallas prácticas, capaz de solucionar un enredo endiablado a un paisano y, al mismo tiempo, escritor.
Como abogado su pluma era contenida, ajustada a los mandatos de las leyes procesales e impulsada por la eficacia para sacar adelante el pleito que le había sido encomendado; como escritor, como poeta, Gaspar era armónico, sencillo, ingenuamente erótico, alegre en sus difíciles equilibrios internos, melancólico en la verdad de su vida honesta: “agarrado a mí mismo, esa hoja soy yo, sabiendo que caerá” dejó escrito nuestro Moisés.
Me gusta subrayar esa doble faceta de la admirable persona que está ahora en el más allá a la espera de la flor natural en el Juicio Final porque en España es muy raro admitir que una persona pueda ser dos cosas a la vez. Me parece que fue Camilo José Cela quien dijo que nuestros compatriotas son demasiado pobres como para poder percibir dos habilidades en un único ser y ponía el ejemplo del pintor y novelista José Gutiérrez Solana a quien creo dedicó su discurso de ingreso en la Academia. Yo no lo atribuiría a la pobreza sino a la mala leche. Un español es un ser que puede admitir no tener talento, lo que no puede admitir es que lo tengan los demás. Así se expresaba Jacinto Benavente ante tanto botarate contra quienes tuvo que lidiar.
De ese hermafrotidismo profesional gozaba también Gaspar a quien vemos con su toga entrando en el juzgado y peleándose allí con los renglones de la ley y, poco más tarde, sacudidos ya los latinajos, sentado en el fondo de su tienda, ajustando palabras, meciendo con la imaginación invocaciones y sentimientos y, al cabo, poco a poco, entre visitas y saludos de clientes y amigos, haciendo vibrar su estro poético. Inconfundible y desnudo.
Su casa era, gracias a su mujer y a su familia, un templo dedicado a la amistad. Veo un retrato que le hizo Modesto Llamas y veo en él cómo el pintor, entrenado en avizorar los secretos del alma humana y expresarlos con la luz y los colores, acierta a expresar la sutil e intrincada psicología de su retratado. De Gaspar Moisés que, con noventa años, tiene ahora su retrato definitivo (“que no se asome nadie a mi cadáver” dejó escrito), un retrato con el que comparecerá en el cuadro de honor donde se alojan los grandes personajes que han parecido -por no querer molestar- pequeñas personas.