La ciencia es nuestra única salvación porque es como una especie de ventana que cada día se abriera sobre un paisaje distinto. Siempre ha sido la ciencia creativa al actuar como partera del avance, de la renovación y, al cabo, de la liberación de los hombres. Mientras el teólogo se afanaba en contestar arduas preguntas que nadie en rigor se hacía y el filósofo rumiaba sistemas para explicarse el mundo, el científico lo ha ido creando, entregando de cuando en cuando a la Humanidad el regalo magnífico de sus hallazgos. El avance de la ciencia representa lo imprevisto, lo sorprendente, el salto en la Historia, con sus riesgos, con sus incertidumbres, pero estos son justamente los ingredientes más sabrosos de la vida porque nada sería tan aburrido y tan estéril como un mundo en el que contáramos con un calendario infalible de nuestros destinos. Los grandes descubrimientos científicos son el despertador de la Historia, de una Historia que propende a sestear, víctima de sus muchos años y sus muchas dolencias.
Ahora bien, en ocasiones es preciso pedir una cierta moderación y prudencia a quienes se afanan en los laboratorios pues pueden incurrir en exageraciones indeseables. Bien están los espectaculares descubrimientos por los que tenemos constancia de la existencia de nuevas galaxias que enriquecen el Universo porque nos permiten abrigar la esperanza de poder enviar a ellas a los pelmazos más caracterizados que nos rodean. Hasta ahora habíamos de contentarnos con poder instalarlos en la Vía Láctea, una galaxia cercana, familiar, doméstica, demasiado importunada y, por ello, tan resabiada que empezaba a resultar inservible. Saber que hay otras, más lejanas, menos explotadas y a buen seguro todavía más candorosas, nos alivia. Todo lo que se haga en esta línea debe ser bien recibido.
Pero son más inquietantes las experiencias que se están realizando en los laboratorios con algunas apreciables especies como es el caso de los salmones que están siendo modificados genéticamente al insertarles un gen procedente de otro pez que actúa en ellos como una hormona del crecimiento. Esto a mí me parece una canallada porque el salmón ha logrado mantener su dignidad a lo largo de los siglos prácticamente intacta y eso le ha rodeado de gran prestigio y de respeto. ¡Qué diferencia, señores, entre el salmón y la trucha! Esta pobre perdió su autoridad el día en que aceptó llevar en sus entrañas un trozo de jamón en un maridaje postizo y afectado, que, además, jamás ha sido correspondido porque el jamón, por su parte, nunca se ha rebajado a admitir una trucha en su interior. ¡Menudo es su orgullo, legítimo orgullo, para aprobar tal cohabitación!
Me consuela saber que muchos de los salmones tratados con el gen maldito se han fugado de sus cautiverios y se han lanzado a los mares y a los ríos a la busca de los salmones salvajes. Deben estos prestarles su ayuda y, juntos, plantar cara a los investigadores y hacerles llegar su firme decisión de no permitir su transformación por ese gen odioso y mixtificador, de permanecer tal cual se les conoce en sociedad con su tamaño tradicional, su carnecita sonrosada y su piel llena de reflejos irisados pintados por la mar y el río con los pinceles de la ternura propia de los padres devotos que siempre han sido y no deben dejar de ser.
Si hoy el salmón se aquieta y le meten el gen ¿qué futuro le espera? ¿cree que van a acabar ahí sus desdichas? Todo lo contrario, la primera manipulación genética no es más que el comienzo, una especie de pérdida irreversible de la virginidad, el rito de iniciación en un tráfico cuyas ulteriores vicisitudes nadie puede seriamente predecir.
Estas investigaciones son pues condenables por lo que tienen de gratuita alteración del buen orden de la Naturaleza. Pero hay luego aquellas que son sin más superfluas porque no resuelven problema alguno. Tal ocurre con el reciente descubrimiento en el cerebro humano de un racimo de neuronas que operan como una especie de «interruptor» del sueño, de suerte que, cuando se acciona, la persona cae vencida por un dulce y aliviador sopor. Sin necesidad de pastillas ni otras sustancias que ensucian el estómago, el hombre podrá dormir a discreción, y hacerlo además cuando quiera. De momento, los experimentos han sido hechos con ratas pero con los humanos están ya próximos. Llamo superfluo a tal descubrimiento porque esto es lo que justamente se consigue con sólo oír un discurso de campaña electoral: la víctima se serena en cuanto comienza y al punto queda irremediablemente adormecida. Y es que ningún «interruptor» puede competir con la palabra vacua y repetitiva del candidato a diputado. Si las experiencias con ratas han sido posibles, se debe a que estos roedores no organizan mítines, pero los hombres que, por nuestra superioridad, sí disponemos de ellos, ¿a qué necesitamos un complejo inductor del sueño si todos los días contamos con declaraciones y entrevistas que son la espesa trivialidad, el estribillo que percute, el sopor mismo?
Señores científicos: trabajen, inventen, pero, primero, por favor, piensen.