A Miguel Cordero del Campillo, que me presentó a Ibn Wafid.
Allá en el siglo XI, en Toledo, había un sabio médico que se llamaba Ibn Wafid. Este hombre por todos era reconocido como una eminencia y a su consulta llegaban gentes procedentes de los más alejados lugares del reino, a la sazón extenso y guerrero. Los toledanos sabían de forma precisa donde vivía Ibn Wafid y a su casa se dirigían sin vacilaciones en cuanto eran víctimas de uno de los males acerca de los cuales aquel hombre era especialista. Los de fuera, al llegar, preguntaban con cierta vergüenza dónde atendía el célebre galeno. Para evitar el sonrojo que esto producía, el monarca mandó poner unos discretos cartelitos que indicaban el lugar exacto en que el científico se desempeñaba.
Toledo fue en buena parte de ese siglo centro de una gran vida cultural y especulativa, regazo de sabios, escritores y arquitectos, y es bien sabido que son estas épocas de prosperidad aquellas en las que los humanos más tiempo dedican al cuidado de aquellos asuntos acerca de los que Ibn Wafid era consumado conocedor. Cuando no hay más que hambre, los hombres propenden a no ocuparse sino de la propia pitanza y, a lo más, de la necesaria para los allegados más desvalidos. Pero este no era el caso del Toledo del siglo onceno en el que convivían, junto a los guerreros que atacaban Córdoba, delicados poetas y fecundos artistas.
Allá, a la consulta de Wafid, se llegaba un lánguido que había pasado las últimas semanas buscando el ritmo a sus versos pero que, durante ese tiempo, no se le había puesto derecho el instrumento ni una sola vez pese a que su esposa le había requerido con insistencia para que abandonara la rima y le trabajara la entrepierna. Pero al poeta, el esfuerzo creador le dejaba extenuado y su mujer, harta de ardores y picores, acababa entregándose al primer batihoja que se encontraba en la aljama. Ahí, a evitar el naufragio matrimonial que esta cornamenta representaba, era donde entraba la ciencia de Wafid. Porque, si el poeta pedía hora y era atendido en su consulta, salía de ella con una receta a base de behen blanco, maná de Jurasán, sésamo descortezado, simiente de abrojos y zanahorias que, adecuadamente triturado, tamizado y amasado con alfeñique disuelto en agua hervida producía un jarabe, ensalzado sea Alá, que llevaba directamente a una erección consistente y altiva. Pertrechado el varón de esta suerte, cualquier hembra quedaba satisfecha aunque hubiera conocido previamente verga de hambriento guerrero. )Se comprende ahora el prestigio de Ibn Wafid?
Para casos de especial y persistente abatimiento de la natura, Ibn Wafid usaba satirión triturado en agua dulce, lo filtraba en una tela bien espesa, le agregaba azúcar cande y canela, lo ponía todo al fuego y, una vez ultimado el cocimiento y enfriado, lo aplicaba en la zona postrada, logrando efectos espectaculares. Un historiador, estudioso de la batalla de Guadalete, de quien su esposa ni siquiera recordaba ya la última vez que había logrado aplacarla, se curó con tal remedio y, en agradecimiento, pedía a Alá por el médico en las oraciones de la tarde. Ibn Wafid recomendaba, además, la manteca de cerdo y la de todos los animales salvajes para después del coito por el carácter refrescante del ungüento.
Había muchas más recetas y si hoy podemos beneficiarnos de ellas es porque el minucioso Wafid las recogió en un libro («El libro de la almohada») que pasó desapercibido porque en aquella época no había nacido aún el editor Lara, que lo hubiera convertido, con la ayuda de un anuncio de Cela, en un best-seller rotundo y millonario.
En este final de siglo muchos habitantes del planeta viven descuidados de sus necesidades materiales más imprescindibles porque han contratado una póliza de seguro o porque financian un Estado que lo mismo pone una inyección que atiende un parto o extirpa un apéndice. Conclusión: aumento espectacular del tiempo libre lo que lleva derechamente a la preocupación por el lúbrico ejercicio y a edificar sobre él toda suerte de fantasias. De ahí a la disminución de la frecuencia, al encogimiento y aun a la paralización no hay más que un paso. Y es por ello que aparecen las consultas para combatir la frigidez y los quirófanos donde se implantan prótesis, alargan de aquí, recortan de allá… Es decir, que los medios naturales, baratos, indoloros y eficaces, empleados por Ibn Wafid han sido sustituidos en la actualidad por millonarias operaciones y costosísimas piezas sucedáneas.
Urge dar la espalda a tal negocio y volver a la zanahoria descortezada, al aceite de sésamo, al azafrán y a la canela. La única prótesis admisible debe ser la tradicional y entrañable dentadura.
¡Editores, reeditad a Ibn Wafid! Este es hoy el único grito destructor, el resumen de la gran proclama revolucionaria.