El imprescindible

Algún día será necesario hacer un inventario de los tipos de personas fastidiosas que nos rodean porque constituyen una gran familia que se deja analizar como si de una especie animal se tratara. Tal estudio tiene la ventaja de que, para acometerlo, no es necesario contar con investigadores ni con laboratorios ni siquiera hace falta disponer de un ordenador y menos aún estar enchufado a Internet que es el nuevo cordón umbilical con el que nos uniremos a la gran placenta de la información y del saber.

Nos bastará con poner una cierta atención y desarrollar unas mínimas dotes de observación, elementos éstos, como se ve, bien baratos y al alcance de cualquier bolsillo, por menesteroso que éste sea. A este fin, además, se puede aprovechar el tiempo en cualquier lugar y situación: en el trabajo, en los lugares de ocio, en el autobús, cualquier sitio es bueno para descubrir al sujeto molesto y hacerle un hueco en nuestra particular clasificación. Todos los días, al volver a casa, caída la tarde, podremos hacer un recuento de los logros alcanzados y redactar con ellos una especie de estadillo donde quede todo ordenado y catalogado.

Yo me permito avanzar algunas de mis conclusiones. A mi juicio, está el chinche y su variante más conocida, a saber, el chinchorrero, que es el tipo menor, de pocas aspiraciones, portátil podríamos decir, que se contenta con interrumpir, en la oficina, la lectura del periódico o la confección del crucigrama. Es el que llama cuando nos limpiamos los dientes o cuando dormimos la siesta. Es un cargante, claro es, pero es un cargante que ofrece una silueta algo diluida, poco compacta, aunque es preciso vigilarlo porque puede ser simplemente un párvulo, es decir, estar en período de aprendizaje y, por tanto, madurando en su mente molestias más consistentes, de mayores ambiciones. Pero si no es así, el chinche no es más que un ser vitando, al que conviene tener a raya pero que no resulta especialmente peligroso.

Está luego la modalidad del pegajoso que es ese tipo que, en el bar, amarga el desayuno porque aparece inopinadamente, se coloca a la vera de la víctima y le cuenta la última nadería que ha vivido, sosa e irrelevante como es él mismo, pero que él enriquece con detalles haciéndola barroca e inaguantable; cuando es experimentado y tiene ya maneras bien adquiridas, suele despedirnos con la amenaza de llamarnos para tomar unas copas o convidarnos a comer en un sitio nuevo que han abierto o en la casa que se ha hecho en el campo. Puede producirnos pavor e incluso llegar a estremecernos pero yo aconsejo que no se le tema, primero porque, aunque su presencia nos parezca una eternidad, en rigor es efímera; segundo, porque no cumple sus amenazas.

El majadero es quien practica sin más la actuación inoportuna pero, cuando su personalidad alcanza más acusados perfiles, se convierte en el impertinente que es ya el que nos trae de forma invariable las malas noticias, el que jamás se entera de los sucesos afortunados y que, por ello, nunca encuentra una ocasión para dar un parabién, y, sin embargo, tiene una peregrina destreza para captar ajenas desventuras o maledicencias. Nunca nos enviará una enhorabuena pero se condolerá con nosotros de cualquier desdicha. De este personaje hay que huir resueltamente porque es de los más temibles ya que el cultivo de la simple impertinencia pronto le resulta desaborido y entonces suele atravesar la frontera de la maldad. Físicamente se le reconoce por el colmillo, que en él se presenta en espiral, como una columna salomónica, y lo blande como arma, siempre dispuesto a hincarlo allá donde pueda hacer sangre o, al menos, proporcionar un malestar.

Luego está el pesado en estado casi puro que es quien se empeña en escribir artículos en los periódicos, como es mi caso, y el de algunos otros. Somos inofensivos pues con no leernos, basta.

Y, por último, llegamos al rey de los pelmazos, al verdadero portaguión de la pelmacería andante: tan adelantado lugar lo ocupa el imprescindible, el sujeto que se cree insustituible e irreemplazable. Existe en casi todas las empresas, en casi todos los ministerios y ayuntamientos, pero, singularmente, está presente en todos los partidos políticos. Considera el imprescindible que sin él todo se marchitaría, los colores perderían su brillo y el mundo en su conjunto se volvería opaco y ceniciento, como envuelto en el sudario de la niebla; sin él, su empresa no tardaría en presentar balances escuálidos, las cifras de ventas se agarrotarían como si estuvieran aquejadas de una intemperante artrosis, los expedientes adquirirían los torpes ademanes del impedido…

Ahora bien, el imprescindible más cargante, el más insufrible, es quien está convencido de ser el entibo de la nación y de que sin él los muros de la patria se agrietarían, el progreso se interrumpiría, la modernidad nos daría la espalda como una damisela enfadada y mohína, el campo se haría agostizo, la industria emitiría hipidos de desolación y hasta el producto interior bruto se sentiría ofendido y nos haría un corte de mangas.

Todo país sano debe contar con un servicio de alarma para anunciar la presencia de estos sujetos porque constituyen un peligro pavoroso al encarnar la más vacía y oscura de las petulancias. Y, claro es, el mayor aburrimiento.

 

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Publicado en: Blog, Soserías

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