El amor

Si hay algo que no se detiene es la ciencia. Por eso se habla con propiedad de sus avances porque siempre va hacia adelante, adentrándose en nuevos territorios, adueñándose de esquivos horizontes, colocando sus banderitas de conquista en el mapa caprichoso y renovado que es capaz de alumbrar su enorme capacidad de inventiva. La ciencia jamás retrocede y por ello nos sorprende con nuevos hallazgos. El invento de las vacunas, el de la penicilina, el de la electricidad, son, entre tantos otros, los verdaderos artífices del progreso de la Humanidad. Edison es más revolucionario que Marx, y Montesquieu no le llega a Fleming ni a la altura de la pantufla.

Los científicos así como los grandes inventores son los hombres que nos iluminan los pasillos a medio alumbrar por los que la mayoría caminamos. Sin ellos, avanzaríamos a tientas, tropezaríamos y, al cabo, caeríamos en el oscuro agujero que nos tiene preparado la ignorancia. Porque la ignorancia es eso: un pozo, una inmensa oquedad que han cavado y aprestado como trampa los dueños poderosos del destino de los hombres.

Las personas bien constituidas deben saludar por ello con alegría cualquier invención nueva en la seguridad de que con ella algún sufrimiento se van a ahorrar o alguna fatiga mitigar. Pero hay veces que los científicos se pasan de la raya y entonces debemos ser con ellos severos por haber incurrido en descortesía o censurable hipérbole. No me estoy refririendo al asunto de la clonación, que me parece de enorme trascendencia, pero al que empezaré a dar crédito cuando se experimente con algo que no sean las ovejas porque a mí estas criaturas me han parecido siempre exactamente iguales unas a otras y cuando he visto la fotografía de la ovejita clónica fabricada en una granja escocesa me ha recordado muchísimo a una que veía yo hace años tomando el sol cerca de Trubia y a otra que pasta en estos mismos días en las inmediaciones de Astorga. Es como si nos dicen que se va a practicar la clonación con los obispos luteranos, los popes ortodoxos o los abades de los cartujos, clérigos todos ellos destacadísimos pero que llevan siglos siendo exactamente iguales sin que nadie haya sido capaz nunca de diferenciarlos. La clonación nos la empezaremos a tomar en serio cuando comprobemos que dos tortillas de patatas tienen el mismo sabor. Ahí sí que habría sorpresa y admiración. Pero mientras esto no ocurra, toda prudencia es poca.

Descartada pues la clonación a la espera de pruebas más fiables, quisiera referirme, como ejemplo de los excesos que deben evitar los científicos, a la inmensa jugarreta que nos acaban de hacer los investigadores de Cambridge al explicarnos con frialdad los mecanismos neuronales y hormonales que explican el amor.

Resulta ahora que nos enamoramos no porque veamos a Purita en el balcón sino como consecuencia de una serie de reacciones en las que intervienen la médula, el tálamo, el hipotálamo, el cerebelo y hasta la amígdala. De esta última nunca lo hubiera esperado pues hasta ahora las personas formales habíamos creído que la amígdala era algo que solo servía para inflamarse con ordenada regularidad y producir fiebres altísimas. Pues no es así y a ello debemos ir acostumbrándonos.

Hay unas sustancias químicas que tienen en todo este asunto un papel decisivo y así la dopamina, la norepinefrina y la feniletalimina, cuando se alteran, producen tal reacción que, aliadas con el cortex cerebral, llevan derechito al enamoramiento más juvenil e irresponsable. El arrebatamiento romántico lo produce la oxitocina y, por el contrario, la estabilidad de la pareja estimula la producción de endorfinas que son analgésicos naturales. O sea que esos bostezos descomunales que vemos pronunciar a la señora cuando circula del brazo del marido no se debe a que aquél le está contando por centésima vez la última bronca en la oficina sino al hecho de que ambos están produciendo endorfinas a granel, sin control.

Saber todo esto es muy duro. El amor de los poetas ha sido siempre mucho mejor. ¿Como se puede comparar esta grosería de la norepinefrina con los versos de Guillén, de Aleixandre y tantos y tantos otros? Ahora resulta que el amor místico de san Juan y de santa Teresa no eran el fruto de un arrobamiento incomparable y único sino vulgares manifestaciones de la esclavitud de ambos a las feromonas y a otras lamentables sustancias químicas. Cuando en el Cantar de los Cantares se dice aquello de «llevóme a la cámara del vino, y su bandera sobre mí fue amor», lo que se está haciendo en realidad es dar rienda suelta a unas descargas neuronales.

Todo este dislate se arreglaría si esos profesores de Cambridge acicalaran un poco a la dopamina y a las feromonas, las sacaran a pasear, y les presentaran a un par de mozos de mirada soñadora. No lo resistirían y, entonces, también ellas se enterarían al fin de que el amor es, en efecto, la cámara del vino y las cuatro estaciones, y una flecha que nos llaga, y un aroma y un escudo y un trofeo y una fuente y una lluvia y un milagro…

 

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Publicado en: Blog, Soserías

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