Casi todo el mundo sabe que el símbolo nacional de Dinamarca es la sirenita, una estatua de bronce que se halla colocada sobre una roca en la orilla del agua en Copenhague, agua del Báltico que, como dejara escrito Pla, «es un Mediterráneo descolorido y bajo cero». Pues bien, en una ocasión a esta figura alguien le cortó la cabeza y los ciudadanos se llevaron el gran disgusto al ver tan entrañable alegoría decapitada. Las pesquisas policiales condujeron al parecer a unas fanáticas feministas como posibles autoras del atentado aunque nada se ha aclarado de forma convincente. Sí es cierto que, al cabo de unos días, la cabeza de la sirenita apareció de nuevo y así la grácil figura de Copenhague ha vuelto a lucirla sobre sus hombros.
En un país brumoso, crudo y trémulo como es Dinamarca, es posible que un suceso de esta naturaleza no haya suscitado mayor comentario que el de la indignación que toda acción salvaje (y gratuita) produce. Pero esta indignación es, en los pueblos nórdicos, muy medida, porque es indignación lívida, como de hielo, de modo que estos días pasados sin cabeza de la sirenita habrán dado lugar todo lo más a comentarios suaves, susurrados por unos daneses a otros al salir de la iglesia entre tristes campanadas o al abandonar la taberna con la acidez de la ginebra instalada en la boca del estómago.
Pero en España el asunto, aunque aparentemente lejano, no puede ser despachado con la misma elegante serenidad. En cada ciudad española hay una sirenita, que es tal o cual imagen en la puerta de la catedral o un árbol o una estatua del parque centenario o uno de esos entrañables locos urbanos, tan queridos y respetados porque han acertado a resumir la locura del entorno. La sirenita nacional podría ser muy bien la Cibeles. Pues bien, si una mañana una de esas sirenitas nuestras apareciera destruida, una sacudida de terror paralizaría nuestras emociones. Si un día, al levantarnos, recibiéramos la noticia de que la cabeza de la Cibeles ha sido cortada, todo el pueblo español quedaría sin aliento, mudo y con el miedo metido en las entretelas del alma. Porque aquí sabríamos que se trataría de un anuncio de cortes de cabezas reales, de cabezas que sangran y se estremecen al caer frente a las tapias de los cementerios o en las cunetas de los caminos.
Hay una foto, muy conocida y turbadora, en la que se ve a la Cibeles oculta y cubierta por una compacta masa de cemento. Procede de la guerra civil y testimonia la forma que tuvieron los madrileños de proteger el símbolo sabedores de que éste es una imagen con la que se representa un concepto y, por eso, quien lo destruye está destruyendo muchas cosas de un golpe. Quien mata un símbolo es, en rigor, un asesino en serie, sólo que por pereza o por falta material de tiempo limita su acción al símbolo. Pero el efecto es el mismo. Cuando la Cibeles estaba oculta, toda España estaba en suspenso, no existía, a la espera de que volviera la vida a su ser y a sus entrañas.
Además de este efecto de protección, es probable que tapar la Cibeles fuera también un modo tierno y compasivo de vendarle los ojos para que no viera lo que estaba sucediendo a su alrededor, es decir, el espectáculo sombrío de unos españoles matando a otros con saña y firme convicción. Alguien, en aquellos días de sangre roja y de sangre nacional, apiadado del símbolo, le privó de la visión para que no se avergonzara y tuviera la tentación de dejar de ser símbolo. Y así es probable que la Cibeles sea el único ser de España que ignora lo que ocurrió y quizás sea esa la razón por la cual se la ve tan lozana y tan fresca, iluminando como una antorcha de inocencia la vida eterna que cada mañana se renueva.
En esta época, en la que se cortan cabezas a centenares en lugares bien cercanos a nosotros, es muy importante defender la indemnidad de las cabezas para que no perdamos la cabeza colectiva, es decir la cabeza que nos sostiene como pueblo vivo. Porque da la casualidad que en la cabeza se encuentran las orejas para percibir el latido del amor y el oro del silencio, los ojos para ver y desear lo imposible, la nariz para adivinar el jardín de los opulentos olores, la boca para quedar atrapada en otra boca como en una enredadera mágica y, dentro, el cerebro que nos permite comprender y esperar eternamente la esperanza.
La cabeza, la de las sirenitas o las reales, solo la cortan los intransigentes, los talibanes que poseen la verdad y con ella atizan al vecino hasta desangrarlo, los intolerantes, los dogmáticos que definen y lanzan sus dogmas (que son sus tontos prejuicios) como espadas sangrientas… No cortemos cabeza alguna, dejémoslas como están, sobre los hombros, firmes en sus sueños, flexibles en sus desengaños.