Desde hace años, en Centroeuropa, el ajo se ha convertido en un producto muy popular. Yo he visto en los mercados alemanes compradores que se llevan ristras enormes de ajos y las tiendas que venden productos dietéticos disponen de innumerables variedades de pócimas que tienen al ajo como ingrediente fundamental: pastillas, jarabes, polvos… En los restaurantes, en cuanto el cliente se descuida, le rocían de hebras de ajo la sopa, el pollo, la ensalada o la trucha. A mí me han servido en Viena el jamón relleno de un mejunje de ajo y he provocado gran estupor cuando he pedido que lo suprimieran pues el lugareño lo consideraba «muy saludable».
Ahí, en los efectos terapéuticos es donde está la clave del éxito del ajo. Pues al ajo se le atribuyen propiedades beneficiosas para la circulación de la sangre, la artritis, el corazón, el riñón, el hígado y una porción de vísceras más conocidas y por descubrir. También la vista, al parecer, se hace más clara, el oído más fino, el tacto gana sensibilidad… Pero, sobre todo, algún espabilado (sin duda, un importador de ajos) ha asociado el consumo abundante de ajo con el entusiasmo erótico y la práctica reiterada y gozosa del coito. El centroeuropeo quizás sea desganado para el lance de cama y ha inventado, para abrir el apetito, la película pornográfica, que es una especie de partitura o guión y, después, el ajo que logra levantarle lo abatido y encenderle lo apagado. Si un señor de Frankfurt se cena una triste salchicha de las que han hecho famosa a esa ciudad, lo más probable es que se meta en la cama sin el más mínimo entusiasmo por la jocunda cabalgada pero si a esa misma salchicha le añade unos polvos de ajo, entonces se le excitarán los sentidos y logrará que de esos polvos nazca un auténtico polvo, un polvo largo, sostenido y jubiloso.
Lo triste para el ajo es que para llegar a ser admitido en la mesa y unánimemente reconocido ha tenido que dejar de ser ajo. Porque el ajo en hebras o en pastillas tendrá todas las propiedades curativas del ajo pero sencillamente no es ajo, de la misma forma que el caldo de gallina concentrado recordará a la suculenta ave pero no es gallina. El ajo terapéutico es algo inodoro e insípido, no teniendo de ajo más que el nombre, es decir, una vaga evocación semántica. Así no puede estar contento el ajo porque quitarle el olor al ajo que le es propio es como si le quitáramos la boina a Pío Baroja o vistiéramos con un chándal a Unamuno.
El ajo estaba tan cómodo en los tiempos remotos, solo y aislado, pero auténtico y en su cabal naturaleza. Y así hubiera seguido si no hubiera tenido el gran corazón que tiene. El ajo supo muy pronto que tenía que inventar la sopa de ajos, esa sopa de la que decía doña Emilia Pardo Bazán que «es sana y apetitosa y si España fuese poderosa ¿quién sabe si sus sopas de ajo no traspasarían en triunfo la frontera?«. También sabía el ajo que era su obligación dar a luz al ajoarriero y aparecer en todo tipo de guisos y de platos exquisitos para prestarles su aroma, su plenitud y su intensidad de bulbo digno y noble, sin nada que ocultar.
Pero los escritores le prestaron un mal servicio y, entre ellos, especialmente Cervantes porque todo el mundo sabe que cuando don Quijote subió «a Dulcinea sobre su hacanea … me dio un olor de ajos crudos que me encalabrinó y atosigó el alma«. Con estas despectivas palabras pagó Cervantes al ajo su humildad y los enormes servicios que le habría prestado en guisos y sopas bien alimenticias y ricas. Y, claro, como Cervantes había desprestigiado el ajo de esta forma, quienes le han sucedido en el oficio de la pluma, se han visto obligados a obrar de pareja manera. Hasta un autor tan equilibrado como Julio Camba dice en tono burlesco que «la cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas».
Creo que hay que restituir al ajo su buen nombre y su dignidad perdida. Estoy con Pla cuando establece la siguiente regla: «el ajo, con calma«. Esta debe ser la pauta de conducta: el ajo es fuerte y, por ello, tiende a destruir lo que a su alrededor encuentra; por eso el buen sentido en el fogón aconseja administrarlo con prudencia, prohibiéndole que domine o someta al guiso entero. El ajo ha de entrar en la batalla de los sabores pero jamás se le debe permitir que la gane. Sólo quien se conduzca de acuerdo con esta pauta, sabrá descubrir y explotar el secreto del ajo.
¿El olor que puede dejar? A mí me parece que olor malo es el que dejan los humanos que por dinero destruyen el paisaje de la ciudad o del campo, los que explotan a mujeres o a niños, los que roban gasolina, los que se enriquecen a costa de la salud del prójimo … Olor malo es el de los nacionalistas sanguinarios y de quienes les comprenden y el del obispo que no oficia un funeral y el del político que se lleva al bolsillo el dinero destinado a acabar con el crimen… todos ellos gastan desodorante y, sin embargo, difunden una perfumería insufrible. Ante este irrespirable panorama olfativo, sólo los hipócritas, los tartufos y los farsantes pueden sentirse heridos por el viejo y entrañable olor a ajo.
Leído y disfrutado con retraso después de haber comido una modesta y excelente ensalada aderezada con unas cuantas «gulas» rehogadas con buen aceite de oliva y dos dientes de ajo,
Buenas somos una peña fan del ajo de Barcelona y nos gustaría reivindicar las propiedades del ajo frente a la sociedad ridícula y sus comportamientos maás frívolos. Gran artículo!