¿Se leen libros en España? Es este un asunto que surge a menudo en los medios de comunicación y sobre el que los columnistas se pronuncian con el aplomo que tan famosos les ha hecho. Normalmente, las conclusiones acerca de tan inquietante cuestión, muy negativas, se apoyan en los resultados de las encuestas que empresas especializadas llevan a cabo entre los ciudadanos. Nunca me he fiado mucho de ellas porque ya es casualidad que yo no haya sido encuestado jamás ni sobre este asunto de los libros ni sobre ningún otro de los muchos y candentes por los que tales empresas se interesan. Pero, en fin, debemos admitir su exactitud, entre otras razones, porque suelen ser obvias: así, a través de sus estudios, sabemos que los españoles nos lavamos hoy más el sobaco que antes de la guerra. Es éste un dato que todos conocemos de antemano y, por tanto, resulta inútil, pero como estas empresas de sondeos a nadie hacen daño, dejémoslas con sus inocentes distracciones. La vida es dura y cada uno de nosotros se la gana con la engañifa que más a mano le cae.
En relación con la lectura, tenemos constancia de que ahora se publica mucho más que antes y como las editoriales de algo tienen que vivir, se entiende que venden sus libros y quien los compra es muy probable que los lea, a menos que prefiera utilizarlos como combustible en la chimenea, lo que resulta, por cierto, un destino glorioso para tanta bazofia como ve la luz, aunque solo sea porque el fuego la purifica y, además, la encomienda al cielo, al que asciende en la airosa forma del humo.
Antes de la guerra, Azorín o Unamuno vendían muy poco pero, sin embargo, ganaban dinero Ricardo León y su novia Concha Espina; en el teatro se veía a Benavente y también la «Santa Isabel de Ceres» de Vidal y Planas. Blasco Ibáñez se hizo rico aunque en ello acaso influyó el hecho de ser Blasco un personaje desaforado que intervenía en la política y a quien, por estas razones, le llevaron a la pantalla «Los cuatro jinetes del apocalipsis». A Blasco Ibáñez le gustaba mucho estar en los periódicos y así se cuenta que, cuando se murió, como alguien le diera la noticia a Valle Inclán en el café, éste contestó sin inmutarse: «no haga usted caso, es solo propaganda que él se hace».
Cuando leemos los periódicos del siglo pasado, vemos avisos curiosos que anuncian que en tal librería de Madrid se han recibido cinco ejemplares de la novela «Los miserables» de la que es autor el fecundo escritor francés Víctor Hugo. Venimos pues, en rigor, de un pasado acaso no muy esplendoroso pero en el que los pocos aficionados a la lectura leían mucho y probablemente con provecho. El resto seguía los crímenes y los toros porque, en verdad, que aquellos crímenes eran crímenes selectos, de mucho puñal y mucho veneno, y los celos jugaban un papel tan determinante que Vidal y Planas, a quien antes he citado, mató por celos (fundadísimos) al mediocre escritor pero relevante sablista Antón del Olmet. Además, quienes toreaban eran Joselito y Belmonte. Con las hazañas de estos gigantes, el libro quedaba como un enemigo escuchimizado al que solo prestaban atención eruditos descreídos pero fervorosos de la letra impresa.
Hoy otra es la situación. En cualquier quiosco de periódicos nos encontramos ediciones muy baratas de Balzac o de Clarín. Cervantes y Shakespeare cuelgan de una cuerda como prendas puestas a secar al sol, al lado de los Marsé, Cela o Torrente que también se acogen al tibio calor de las tiradas millonarias.
Pues bien, si todo esto es así )por qué se lee tan poco? A veces la causa se busca en la televisión, el móvil y en los estragos culturales que originan. Sin embargo, la verdadera razón nadie la ha desvelado hasta este momento y es hora de que alguien lo haga: son los fármacos antigripales y anticatarrales los causantes del bajo índice de lectura.
Nadie debe extrañarse de ello porque hasta el descubrimiento de estos medicamentos, quien cogía una gripe o un catarro se metía en la cama y se tiraba diez o doce días bajo las mantas con la bolsa de agua caliente en los pies a la espera de que la enfermedad se despidiera educadamente. En tales molestas circunstancias )a qué se podía recurrir si no era a los «Episodios Nacionales» o a las novelas de Palacio Valdés?
Sin embargo )qué ocurre ahora? )alguien se puede leer de verdad el Ulises o lo último de Saramago si con una pastilla efervescente se está en condiciones de acudir a la oficina y rendir en ella de forma plausible?
Las novelas de antaño eran el desenfriol de hogaño.
Estando así las cosas, no queda más remedio que aprovechar la reforma farmacéutica para retirar del mercado vacunas y antigripales. Sólo de esta forma se recuperará el sosiego de la lectura y el placer de una cama sin prisas: (la bengala del juego literario y sus metáforas claman por el virus!