Los ecos de sociedad nos traen con frecuencia los enlaces matrimoniales de los pimpollos de las familias que son propietarias de las grandes empresas, de los grandes bancos y de los grandes convolutos. Descubrimos que se casan entre ellos: un Entrecanales con una Agromán, una Sherry con un Flex; la niña del Banco Popular con el muchacho del Santander, y el joven de Cervezas El Águila con la bella señorita de La Unión y el Fénix.
Es lógico que sea así porque estas gentes nacen en las mismas camas, de niños se caen de los mismos caballos, tienen las mismas nurses irlandesas sonrosadas, juegan al mismo golf, socorren a los mismos pobres, comen las mismas langostas, tienen el mismo colesterol y lloran en los mismos entierros. Que acaben enamorándose y embarazándose mutuamente resulta lo más natural porque todas las circunstancias señaladas unen mucho y hacen que exista una familia aun antes de que el cura o el juez las bendiga porque la familia, cuando es verdaderamente seria, es algo más que el parentesco ocasional de un par de advenedizos que se han conocido en una oficina o en una discoteca.
Son pues uniones sólidas, uniones que vienen preparadas por el Destino ineluctable, por los tipos de interés y por los títulos de la Deuda. Y así como el matrimonio de una ginecóloga con un empleado del Ayuntamiento debe despertar las más severas dudas acerca de su consistencia porque está basado sobre el endeble apoyo de una hipoteca y los plazos del coche, el de una chica del ramo de la construcción con un muchacho del de la alimentación, una Huarte con un Telepizza pongamos por caso, permite augurar los mejores frutos como fundado que está en los dividendos y en los valores líquidos. Ya lo dice el refrán castellano: casar y compadrear, cada cual con su igual.
Estos matrimonios unidos por el valor de sus acciones, solo podrían estar amenazados por un revés de la fortuna, es decir, por el hecho de que, de pronto, uno de los cónyuges dejara de cotizar en Bolsa. El día en que la mujer descubre durante el desayuno, ojeando el ABC, que su marido no está presente en el parqué o no aparece en el mercado continuo ni se le tiene en cuenta para formar el índice Nikkei, entonces es de temer la ruptura porque una calamidad de estas características es fácil que deje su rastro en esa comunidad de aspiraciones y sentimientos que todo matrimonio de alcurnia implica.
También puede, en estas familias, producir un claro distanciamiento el hecho de que el marido o la mujer se haga su fondo de pensiones o participe en un fondo de inversión porque estas son formas de ahorro de las clases medias ya que los más afortunados ni necesitan prever su jubilación ni se agazapan en la oscuridad de los fondos (que si se llaman fondos es porque son oscuros) sino que invierten en la Bolsa a pecho descubierto y en solitario y, si tienen mala suerte, se suicidan que es lo que siempre han hecho los ricos con reveses de fortuna.
Estos matrimonios han venido a sustituir a los que se celebraban antaño entre las casas reales y así una Hohenzollern se casaba con un Saboya y un Habsburgo con una Wittelsbach y todos tan contentos porque, como se decía en la Europa del siglo XVIII, «a los reyes casarlos, y a los frailes, castrarlos».
Era una época esta bendita porque al individuo de la casa real que se le ocurría casarse con una plebeya se le desterraba de la corte y, lo que es peor, se llamaba a su matrimonio «morganático» que suena a un insulto terrible, a una especie de vejamen idiomático que suele ser el más insoportable de los vejámenes. Cuando el infante don Luis, hermano de Carlos IV, se casó con la señora Vallabriga, los reyes les sacaron del Palacio Real a empujones y los mandaron a Arenas de San Pedro y, aunque allí los visitara Goya y hasta les retratara, no por eso dejaron de constituir un infamante matrimonio morganático, epigramático y excéntrico. Un asco. No como el que mantenían Carlos IV y María Luisa que era un matrimonio real tan serio y afanoso en el trabajo que al primer ministro, don Manuel Godoy, lo metían en la cama. Así no perdían tiempo en la conducción de los asuntos de Estado y eso que ganábamos los españoles.
Ni siquiera si un rey perdía la corona por la acción de una patulea de desalmados revolucionarios podía casarse con quien quisiera ni ello le permitía divorciarse y así la Historia está llena de tristes monarcas que han paseado su amargo destronamiento por balnearios y casinos, siempre de la mano de su compañera de infortunio.
Hoy esto no es así y estamos viendo en nuestra misma patria cómo una princesa se casa con un empleado de Banco. Al ser ésta la manifestación más clara del definitivo declive de las monarquías, se trata de un ejemplo que jamás deben imitar los retoños de las grandes firmas comerciales. Nadie lo dude: una boda entre una Iberdrola y un veterinario sería la termita que acabaría destruyendo el gran tálamo que es el capitalismo.