Hay una exposición por esos mundos dedicada a exhibir la evolución de la ropa interior y hacerlo sin el pudor en el que esos objetos han venido tradicionalmente envueltos. Corsés, miriñaques, bragas, calzoncillos se amontonan para dar una idea de cómo se vestían nuestros antepasados hasta llegar a las prendas y a los usos actuales.
La liberación del género humano se ve antes en las pequeñas cosas que en las grandes y aparatosas. Nos demoramos describiendo las conquistas de la democracia, de los derechos humanos o del voto femenino y se nos llena la boca invocando ilustres nombres del pasado pero olvidamos que los grandes avances de la humanidad están en la lavadora que libera de bajar al río y llenarse las manos de sabañones o de la fregona que nos permite limpiar, erguidos, el suelo. Los detergentes y las placas de vitrocerámica han hecho más por la liberación del género humano que muchos rimbombantes artículos constitucionales.
Pues ¿qué decir de la ropa? Antes que a los revolucionarios franceses se les ocurriera reunirse en el juego de la pelota para acabar con la monarquía absoluta ya habían empezado las mujeres a librarse de corsés y ataduras aunque luego volverían en épocas liberales azuzadas por modistos torturadores y frailes obsesos. Ser un “sans culotte” a finales del XVIII era tan importante como tocarse con el gorro frigio o llevar la escarapela tricolor para demostrar que se sabía hacia dónde apuntaban las saetas del mañana.
Las bragas actuales -sin llegar al tanga que es abiertamente provocador- son pura delicia, un delicado y amoroso homenaje a la sexualidad de más puros quilates. Yo echo de menos sin embargo la decadencia de la enagua y de las ligas porque estas prendas han poblado los mejores sueños eróticos de muchas generaciones de varones dados a la evocación de esas intimidades eternas donde reinan la sombra, los relieves y las humedades.
¿Puede inventarse algo nuevo en este mundo de la ropa íntima o estamos en el “fin de su historia”? A primera vista parecería que se ha llegado a un punto donde la inventiva ha explorado todos los paisajes imaginables pero no es así. Siempre hay un desafío que nos acecha y yo voy a adelantar el más apremiante: es preciso rendirse a la hermosura y a los significantes y significados del ombligo. Dicho de otra forma: urge liberar el ombligo, demasiado tiempo aherrojado entre oscuridades y secretos.
El ombligo ha de acabar de quebrar la cárcel que padece desde hace siglos y mostrarse en una plenitud llena de ardores y de brillos ahora que suenan ya los pífanos del verano. Debe abandonar su humildad originaria, de lugar que cumplió su función en el momento de nacer y que luego se encoge para, en un alarde de pudor, hacer resplandecer otros parajes corporales de presencias más solicitadas y urgentes.
Basta ya. El ombligo ha de reivindicar su lugar señero en el erotismo, su ebriedad de goces no satisfechos, ha de convocar con desparpajo a las yemas de los dedos que lo han de acariciar, a los labios fogosos que lo han de besar. Y así como la mano leve del director de orquesta desata en un segundo todos los prodigios, así ese pequeño botón que es el ombligo, amorosamente pulsado, debe desatar los de ese otro concierto donde se dan la mano los sonidos acordados del encuentro amoroso y las pasiones suntuosas.
Este es su gran desafío. Ombligos del mundo: ¡sepultad vuestra modestia! ¡conquistad la luz!