La iniciativa puesta en marcha por un periódico nacional encaminada a recuperar aquellas palabras de la lengua española que se pierden debe ser saludada como oportuna y feliz. Porque se suele decir que las palabras son seres vivos y esto no es enteramente cierto pues, si así fuera, habríamos de aceptar su muerte, cuando esta es perfectamente eludible si todos nos empeñamos en evitarles tan amargo trance.
La palabra es condimento, la salsa del gran estofado que es la comunicación entre los humanos. Con ella se aliña, se adoba, se salpimenta y se sazona. Con la palabra se da la paz y se sella la amistad. Es el eslabón que nos une a nuestros antepasados que, si viven en nosotros, es porque de ellos hemos recibido sus palabras pues hay en su uso algo del rezo de un rosario ininterrumpido, vívido y estimulante. Con la palabra se incuba el huevo de la ironía que es la medida de la sabiduría de los hombres.
La palabra es el pan eucarístico de los herejes.
Por eso es encomiable el hecho de coger viejas palabras y llevarlas al balneario para que les den unas friegas, tomen un poco el sol, reciban una pitanza reconstituyente y, así fortificadas, vuelvan a caminar erguidas y logren empedrar el río fluyente de la andante palabrería. Hay que evitar el ingreso de las palabras en un hospital porque los hospitales tienen esa cosa inmaculada del mármol de los cementerios. Lo adecuado es el balneario: soleado, colativo, levemente marchito.
Como hay un monumento al soldado desconocido hay que erigir otro a la palabra desconocida y encender en él la llama votiva de su custodia. Hay escritores que desempolvan viejas palabras y son por ello como esos profanadores de tumbas que hurgan en el ataúd para llevarse las joyas del difunto que para nada las quiere ya en el austero Absoluto. Otros (los más) cultivan una prosa que parece un almacén en plenas rebajas de palabras.
De entre los grandes de hoy, Cela y Delibes cavan todos los días varias horas en las galerías subterráneas del lenguaje y sacan a la luz nueva mena. Delibes dice en su última novela de un personaje que «se hacía el roncero» para describir su pereza, llama «guardoso» a un avaro y «opilada» a una señora a quien el flujo menstrual había abandonado. «Desopilante» se ha usado en la literatura de los años veinte para designar lo festivo o divertido.
Hoy, a quien gasta cierta malicia erótica, no se le llama «sicalíptico» que es como decía Felipe Trigo que escribía novelas suavemente sicalípticas. Hay también el escritor que inventa palabras pertinentes: Ramón Gómez de la Serna emplea la palabra «reborondo» que no creo la recoja el Diccionario pero que es bien reboronda, o sea, redonda, retocada, redomada y retrechera. Umbral inventa e inventa bien.
«Gentil» es una palabra en desuso y es muy gentil. Las actuales tapas se conocían en el siglo XVII como «llamativos» porque llamaban a beber y en el XIX un ama de cría que se quedara exhausta era despedida por estar «remamada». Una prostituta que fuera aficionada a la lengua proclamaría su arte calificándose como «lumia en celo». Silverio Lanza creó, ordeñando su mala leche, la palabra «vermicracia» para designar el gobierno de los gusanos, una buena expresión que en esta nuestra democracia vermicular podría usarse si los diputados leyeran a Lanza que no lo leen porque muchos de ellos son «mangarranes» o «manguanes» que es como designaban nuestros abuelos a las personas de escaso aprovechamiento.
Hoy también se usan a menudo palabras en inglés pero esas deberían tirarse por el «water».