He leido no ha mucho la siguiente solemne bobada: «las monjas conservan su rostro impecable porque no están expuestas al sol ni a la contaminación».
¿Se ha oído alguna vez un despropósito de mayor envergadura? Las monjas no tienen arrugas y mantienen el rostro brillante, terso y nutricio como el asombro de un niño porque guisan con devociones añejas según recetas que nacen entre los susurros de los rezos y que vienen de una memoria perdurable de soledades y de solemnidades magníficamente superfluas.
Así, con unas almendras, un poco de azúcar, unas modestas claras de huevo y un chorro de zumo de limón las clarisas de Carrión de los Condes hacen unas pastas que llaman «amarguillos» que son cosa gloriosa, asunto fino y delicado. Y en Castrojeriz, empleando como base pan duro, las mismas monjas u otras parecidas son capaces de culminar otra obra que se conoce en la historia del arte con el nombre de «flan de miga de pan», suntuoso, decorativo e imposible de objetar aun para los más puntillosos.
¿Está pues el asunto en la contaminación y en el sol? Está en los huevos, está en el fino amasar, está en el mimo, en las indulgencias y los eternos favores que ganan quienes tales maravillas fabrican. Nadie duda de que las monjas van al Cielo precisamente por sus guisos porque en el celestial restaurante se come a base de sus memorables recetas. Si no fuera así, el Cielo no tendría prestigio alguno, nadie se afanaría por entrar en él, pues todo lo demás es bastante ñoño e insulso, un vagar beatífico y atolondrado. No le demos vueltas: el Cielo es el Cielo porque en sus figones guisan estas benditas mujeres.
Y sepa quien haga asco a los dulces que, si con una lata de sardinas, una lechuga, salsa mayonesa, nuez moscada y poco más un papanatas perpetra un disparate, las monjas de Oñate confeccionan «pan de sardinas» y esto es ya experiencia imperecedera. En Briviesca las clarisas hacen una cosa tan sencilla como la siguiente: cogen unos dátiles, los rebozan con huevo, los pasan por el pan rallado y los fríen en aceite. Ya están listos para complacencia del comensal y para que el Señor derrame sobre sus autoras sus mejores dones.
Y así las empanadillas, los fritos de manzana, el flan de coco, el souflé de jamón: todo ello fiesta mayor del paladar.
Compárese el plato salido del horno de leña de un convento (leña crepitante de robles leales y severos) con el que sale del microondas, pálido y clorótico, que parece estar mendigando un reconstituyente, como el que viene de un tratamiento contra la hemoptisis. ¿A alguien puede sorprender que se sufran en tales circunstancias las más feroces enfermedades? ¡Lo milagroso es que alguien sobreviva!
La comida no es un acto de servicio, es una ceremonia, un rito lleno de esperanzas y de suaves emociones; la comida es metáfora, la franquicia que nos hace libres. La buena mesa surge cuando al gozo le ponemos un mantel encima.
El catolicismo no prohibe a las monjas la administración de los sacramentos por oscuras razones teológicas: lo hace para consagrarlas de forma exclusiva al más excelso de ellos, el mistérico de la cocina.
La comida monjil es liturgia sentida. Auténtica, artesanal, ecuánime. Humana.