Cremas y masajes

Es ciertamente complejo vivir hoy de una manera consciente. ¡Es preciso hacer tantas cosas, estar tan informado…!

Ocurre con las cremas para la piel, reservada hasta hace bien poco a las mujeres y hoy utilizadas de forma creciente también por los hombres que se hidratan, se estiran, se masajean y ocultan ojeras como las mejores vedettes del pasado. Un cajero que en algo se tenga no va por las mañanas a la oficina como antiguamente hacía después de tomarse un buen café con churros; hoy se administra unos cereales y, después, se aplica un hipoalergénico, un liporreductor y pizca de glicerina para retener la humedad. Todos conocemos ya cuál es nuestro Ph y la textura de nuestra película hidrolipídica y quién no sepa qué cosa sea el colágeno es sin más un borrico abandonado por los dioses.

La causa del envejecimiento no está, como hasta hace bien poco hemos creído con atolondramiento, en los disgustos que dan los hijos y en la cuenta corriente que adelgaza sin piedad como una anoréxica, sino en unas moléculas inestables que se llaman «radicales libres» que atacan a las membranas de las células e incluso al núcleo celular. ¡Con la simpatía que hemos tenido siempre a los radicales libres porque nos parecían unos tipos insobornables!

Ahora sabemos que aquello que evita el envejecimiento no es el jamón de cerdo cebado con amores adánicos ni el besugo al horno, sino una coenzima que se conoce como Q-10, una suerte de espía que no da tregua a esos malvados ya citados que son los radicales libres. Lo peor son las células muertas porque, además de enterrarlas, hay que llevar siempre a mano retinol y un SPF para conjurarlas. La urea, que los más zoquetes identificamos con la orina y, por ello, merecedora de nuestra más distante indiferencia, es hoy substancia muy apreciada como hidratante y hasta como exfoliante de suerte que es aconsejable recoger las mejores y más sostenidas micciones como si se tratara de un bien de abolengo.

En fin, como se puede percibir, un lío del que nuestros antepasados se vieron libres: de ahí la oronda silueta y la cara de satisfacción que, insultantes, ofrecen en las viejas fotos familiares.

Y, sin embargo, quién crea que con atender este galimatías ya ha cumplido está bien confundido. Para mantenerse en forma, ágil y joven, es necesario además darse un masaje, no por esas señoritas que al efecto se anuncian proclamando en los periódicos sus hechuras y pujanzas, sino adquiriendo diabólicos aparatitos pensados para calmar dolores, aliviar tensiones, relajar o incluso endurecer los músculos y hacerlos amenazantes al tiempo que se trabaja en la ventanilla o en el andamio.

Hay lo que se llama el digitomasaje que es una pulsera que tiene un pequeño latido como el de un bebé; también la estimulación muscular que, si bien suena a lujurioso tejemaneje, es un casto utensilio, serio y formal aunque lleno de traviesos electrodos que endurecen el abdomen, los glúteos y hasta los muslos, «sedes libidinis», en el decir de los clásicos.

Si se quiere más, se puede echar mano del masaje «shiatsu», más japonés que un reloj (japonés, claro), que deja la nuca y las pantorrillas listas para cualquier empeño. Por menos de mil euros se puede comprar una bola con púas redondeadas que sirve para practicar la reflexoterapia de manos, aunque como su propio nombre no indica, vale asimismo para las cervicales y la espalda. Los más vehementes disponen de un mango de masaje manual (a no confundir con el bálano tradicional) que es un rodillo definitivo para la relajación de ese guerrero urbano en que todos nos hemos convertido. O de la talasoterapia podal o del jacuzzi portátil…

Corolario: quien hoy esté viejo o cansado es por afición. Así que ¡con su pan se lo coma!

 

 

Publicado en: Blog, Soserías

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