Uno de los elementos más sorprendentes de la situación de la cultura española actual es la práctica desaparición del humor como elemento literario. Hay, como siempre, excepciones significativas y hay, además, un humor gráfico de extraordinaria calidad: muchos de quienes dibujan viñetas en los periódicos son en verdad geniales. Pero apenas si existe en esta España tan seria, de móviles, de televisión codificada y de correos electrónicos, novelas humorísticas y han desaparecido las viejas revistas de humor. Sin embargo, cuando alguna de ellas se reedita parcialmente, como ha sido el caso de «La Codorniz» o de «Hermano Lobo», las ediciones se han agotado en poco tiempo, lo que demuestra que el lector está ávido del género.
El humor moderno español lo engendró Ramón Gómez de la Serna en abierta transgresión de las reglas biológicas, en solitario, con la única colaboración quizás de la muñeca de cera con la que vivía en el torreón de la calle de Velázquez. El mejor humor, el que se dibuja sobre un fondo de pesimismo y amargura, el que parte de la fugacidad de lo eterno, de la fragilidad de lo sólido y de la densa estulticia que el ser humano pasea con desenvoltura, tiene en Ramón su progenitor más indiscutible. El humorista, dice, «adivina el final del mundo y obra ya un poco de acuerdo con la incongruencia final«. En otro lugar nos advertirá que «la vida es una cosa grotesca» por lo que no es extraño que el circo sea una constante en quien veía el mundo como una inmensa pista en la que los actores ignoran lo fingido de sus papeles.
A su obra debe el «ser» la generación renovadora del humor español que, por cierto, leyó y conoció a Oscar Wilde de la mano de Ramón: Edgar Neville, Carlos Llopis, Antonio Robles, José López Rubio, Valentín Andrés Alvarez y, después, Tono, Alvaro de la Iglesia y, desde luego, los grandes, Jardiel y Mihura.
De la concepción del arte de Ramón surge un teatro nuevo y así, en el origen de obras como los «tres sombreros de copa» de Mihura, está la previa actitud iconoclasta de Ramón, cuyos personajes se proyectan igualmente en la obra de Jardiel. Tal ocurre con Leonardo (de «el caballero del hongo gris«), con Manuel Quevedo (de «el gran hotel«) o con Palmyra (de «la quinta de Palmyra») que son perfectamente reconocibles a lo largo de la narrativa y el teatro jardielescos (por ejemplo, en obras como «pero. . . ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?» y su adaptación escénica «Usted tiene ojos de mujer fatal«). La misma costumbre de adornar con dibujos los textos o de incluir explicaciones gráficas (pintar, como hace Jardiel, una página de negro para describir el paso de un tren por un túnel) tiene su origen en Ramón.
Como he dicho, en las revistas españolas, donde se arraciman tetas como en ventanal de prostíbulo y donde se trafica con el chisme y la gallofa, apenas si existe sitio para el humor. Pero en nuestra historia están «el duende de Madrid», «el látigo liberal», «Madrid cómico», «Gedeón», «Buen humor», «Gutiérrez», «la ametralladora» … Una gloriosa tradición.
Los políticos españoles, referencias constantes de la vida cotidiana, en sus declaraciones, a lo sumo nos obsequian con una sonrisa que es más bien pura mueca, vacuo ademán, sin duda porque la excitación, la sensación de poderío que debe de producir ese tupido bosque de falos que alcanzan a formar las docenas de micrófonos de los periodistas les transmite gravedad, enjundia y una tediosa grandeza.
Se impone reivindicar el buen humor porque el mal humor es estéril, ripioso incluso, y practiquemos lo que Ortega llamaba el talante deportivo de la risa. Pongamos rigor y formalidad allí donde sea pertinente pero no añadamos seriedad de cuadrúpedo a tantas irrelevantes conversaciones ni al despacho de tanto asunto trivial. Y es que cuando Ramón decía que «la naturaleza es triste porque nadie ha visto reírse a un árbol» acertaba a resumir, con la admirable expresividad de la greguería, la verdadera superioridad del hombre.