El botijo de nuestros veranos

Hay asuntos que deben permanecer secretos y hurtarse de manera garantizada al conocimiento público de las gentes. Es decir que, cuando de algunas cuestiones trascendentes se trata, importa mucho no dar un cuarto al pregonero: la reserva, el sigilo, es fundamental.

Tal reflexión viene a cuento porque a unos científicos de la Universidad Politécnica de Madrid no se les ha ocurrido peor idea que la de dar a conocer y publicar nada menos que ¡la fórmula del enfriamiento del agua en los botijos! Y así estos desalmados nos han puesto en el encerado de los periódicos que volumen de agua evaporada más capacidad calorífica más tiempo más coeficiente de convección más humedad de saturación y más no sé cuántas otras zarandajas dan como resultado que dv partido por dt es igual a K prima. Este, y no otro, es el secreto del botijo, han concluido, y se han quedado tan ufanos desvelando con ello uno de esos misterios de la vida que nos permiten seguir soñando porque nos hacen creer que no todo es real y vulgar sino que existe la magia, la encantación y el suave poder de los conjuros. Es decir, los arbotantes de una vida superior.

Creo que ni nos merecemos tal crueldad ni desde luego la esperaba yo de unos investigadores a los que suponía mayor ternura y mejores miramientos.

Porque a mí me parece muy bien que existan estudiosos interesados en averiguar cuestiones intrincadas en laboratorios de gran sofisticación ayudados por los más extravagantes utensilios, también que haya profesores y sabios hábiles en el manejo del hiposulfato, el cromato, el permanganato y el bicarbonato. Ninguna de estas inclinaciones debe ser censurada; antes al contrario, merecen aplauso porque, en un descuido, hasta pueden resultar de provecho.

Ahora bien: una cosa es entretenerse de esta inocente forma y otra bien distinta proclamar y airear el resultado de las investigaciones. Aquí es donde la sindéresis personal del científico debe imponerse porque cuando logra hallar una fórmula, cuando alcanza un descubrimiento relevante, es justamente cuando está obligado a echar mano de algo que no encontrará entre los sulfatos ni los ácidos pero que es básico en la humana condición: la prudencia.

Es ella, es esta vieja y acreditada virtud cardinal la que debe inspirarle en ese momento delicado en que sus esfuerzos le han colocado ante el éxito. Y es ayudado por ella, y por ella iluminado, como debe proceder a valorar cuál ha de ser su conducta ante los hallazgos que sus mezclas y pócimas le han proporcionado.

En el caso del botijo, la decisión debería haber sido clara y resuelta: ocultar, velar, sepultar la fórmula; que nadie la conozca, que nadie la intuya tan siquiera, porque el botijo, esa vasija feliz con su pitón mirífico, ese barro poroso y sencillo con que se viste como un signo de humildad, de cortés candor, el jovial extintor de nuestra sed, el botijo de nuestros veranos de moscas, esa entrañable nevera portátil anterior a las neveras y precursora de lo portátil, no merece en modo alguno que su íntimo enigma, el que estimula nuestra imaginación y nuestra fantasía, quede desvelado y expresado en una vulgar fórmula, apareciéndose ante nuestros ojos desnudo y descifrado: dv partido por dt es igual a K prima.

Esta infamia no tiene nombre. Porque si permitimos que se haga esto con el botijo, iniciamos una permisividad que nos puede conducir a los más extravagantes dislates. Pensemos con frialdad, pero con la lógica preocupación, qué ocurriría si un día unos profesores nos desarman proporcionándonos la raíz cuadrada de la esperanza o la ecuación diferencial de la sorpresa o la regla de interés de la risa o el humor. Adiós, vida; adiós, emociones.

Las fórmulas, para la sulfamida y el ácido ribonucleico. Al botijo, solo nuestro amor.

 

 

Publicado en: Blog, Soserías

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